“The best bike ever”. Muchos de los niños, niñas y adolescentes de mis tiempos de niña y adolescente soñaban con una Raleigh Chopper, la emblemática bicicleta británica fabricada por la Raleigh Bicycle Company, de Nottingham. Quien poseía una, se pavoneaba como ahora lo hacen los menores dueños del Iphone o el Android lanzado hace dos minutos.
Porque tener una Chopper era como vestir el manto de José: causaba el mismo tipo de envidia que impulsa a los hermanos (o a los vecinos) a venderte al mercader egipcio para quedarse con tu bici. Sí, en la imaginación, sucedía.
Pedalear tu Chopper en medio de tanta “vaca” (bicicleta vieja, fea y sin estilo) era como coronarte “La Real Mamita Kotizá” o “Elvis Cocho” del Facebook actual. Y era cara. Cara y deseada. Para muchos, es todavía “the best bike ever”.
“Movimentando a vida”. Yo nunca tuve una Chopper, pero no estoy traumada ni culpo a mis padres por ello. Usar lo que casi nadie en mi entorno ha sido parte de mi sino, de mi hado, un hilo conductor en mi vida: mis audífonos favoritos son los A8 de la marca danesa Bang and Olufsen; sin embargo, dictan tendencias los modelos de Dr. Dre y otros adminículos fabricados por Sennheiser, Bose o Jaybird.
Por eso, en varios de los mejores recuerdos de mi infancia y de mi adolescencia rompo el aire, levanto el polvo, desafío la gravedad y soy joven, poderosa e invencible por siempre: pedaleo mi “súper bicicleta” brasileña Caloi Fórmula C.
Lo de “súper” era la propuesta de valor de la marca en la época. Tiempo después descubrí que, en realidad, las empresas se apoderan del adjetivo sin rendir cuentas. Pero, a los 12 años, estaba convencida de que mi Caloi era la mejor bicicleta del sector, barrios aledaños, galaxias paralelas y universos transversales; y de que era yo la preadolescente con más “stamina” de la creación (incorporé a mi léxico hace un lustro la palabreja “estamina”, en español, aunque la RAE no termine de aceptarla).
Traducida la “stamina” a los signos y símbolos de la dominicanidad actual, lo mío era “plátano power”, una loca resistencia que me hacía llegar en minutos de mi casa al cementerio y hasta alejarme decenas de kilómetros con apenas la energía de piernas, corazón y pulmones. Cual “menina do Rio”, me encontraba justo como en el eslogan de Caloi: “Movimentando a vida”.
“Como pasear de noche por los parques”. Durante tres décadas rumié estas palabras, leídas dentro de una cita en un libro olvidado. ¿De qué se trataba? ¿De alguna clase de placer culposo? ¿De procurar una víctima en la noche para destriparla entre los matorrales?
En un esfuerzo por recuperar no solo mi antigua pasión sino también la forma perdida, una tarde reciente montaba yo mi bicicleta en la Avenida de la Salud, del parque Mirador del Sur. Y no era ni la ambicionada Raleigh Chopper ni la usada y abusada Caloi, sino la “Frankenstein by Me”, un híbrido entre bicicleta de montaña y playera que yo misma armé con un cuadro de aluminio de segunda mano comprado aquí y varias piezas Shimano de cierta calidad y bajos precios adquiridas en Ebay. Es muy cómoda, debo admitir: tiene un sillín “de hembra”.
El cielo comenzó a enojarse y a amenazar con ahogar en un diluvio a miles de amantes del ejercicio. Al ver la infatuación de las nubes, abandoné la vía y tomé las serpenteantes veredas interiores; pero solo pude llegar al parador No. 4, en donde me detuve en procura de refugio.
Pasó más de una hora y, al fin, escampó. Aunque eran las 6:30 de la tarde, todo se oscureció y las personas se convirtieron en negras sombras alargadas que se movían en cámara lenta apenas distinguiéndose de la vegetación.
Mi automóvil estaba lejos y mi bicicleta no tenía luces, por lo que avancé con cautela, a la mayor velocidad que me permitían las piernas. Me di cuenta de que había tramos en los que estaba completamente sola e imploré la protección divina de manera específica: “Necesito que dos poderosos ángeles me cuiden”. Acto seguido, se reveló a mí la clase de belleza inimaginada que me reconfirma que Dios está lleno de sorpresas.
Una brisa un grado por encima del frío me besó el rostro mientras mis piernas recobraban la “stamina”, el “plátano power” de mi preadolescencia, al punto de que me maravilló el propio vigor a pesar de las cuatro décadas y 60 libras adicionales.
Con los pulmones a plena capacidad, como despertando de un prologado letargo; el corazón bombeando con la perfección y la sincronía de un reloj magnífico, la piel bendecida por la temperatura perfecta y los ojos enfocados y adaptados a la iluminación de una escenografía multidimensional, me sentí volar en absoluta libertad.
Estaba en medio de un gigantesco “theatre noir” en el que cada árbol, hoja y curva del camino era un personaje y yo, la protagonista inmersa en un libreto que escribía, en tiempo real, la vida misma. Finalmente, al cabo de 30 años, comprendí el significado de la frase: “Como pasear de noche por los parques”.