Como buena propuesta para turistear un poco, concebí pasear por la calle El Conde, o mejor aún, “dar un Condazo” a partir de las 5 de la tarde, cuando el sol empieza a morir y el calor apenas se percibe.
A las espaldas, La Puerta o Baluarte del Conde, aquel emblemático monumento, borrada su faz original de los tiempos de “María Castaña”. Con poca imaginación podía ver caballos y vaqueros de un fuerte cualquiera, como los de una película del tradicional oeste norteamericano.
Caminando hacia el este, muy interesantes los mural-periódicos con datos de las edificaciones de la Ciudad Colonial, correspondientes a la etapa de la conquista y años posteriores.
Sin proponérmelo, como escuchábamos a Lucho Gatica susurrarnos en una de sus canciones: “y una lluvia de recuerdos caiga en tu alma otra vez”…. Santos del cielo, sin lastimar mi cabeza, empezaron a caer como granizos.
Próxima a cruzar la esquina formada con la 19 de Marzo, como fantasma, tomó figura haber encontrado aquel militar, jefe del grupo policial que irrumpió en nuestro hogar en Santiago de los Caballeros (1963). Debido a la “inesperada visita” de su tropa, mi madre Quisqueya y yo fuimos trasladadas a la fortaleza “San Luis”. Acusadas de cometer acciones contra el régimen –implicaciones mitómanas del post-trujillismo- vivimos la no grata experiencia de pasar unas navidades privadas de libertad.
En aquellos instantes, aunque sentí mis piernas tambalear, pasé frente al uniformado. Gracias a mi cambio de imagen- ¡la peluca rubia resultaba un éxito!- ¡No me reconoció! Y continué mi paseo.
Y sí, continué mi recorrido. La imagen que me aflora es agradable y rica en matices. En la distancia, adiviné la imagen legendaria de “Barajita”, personaje citadino irrepetible. Quienes transitábamos El Conde por las décadas de los años ´50 y ´60 jamás le olvidaremos. De gran estatura y delgada figura, como modelo de pasarela, se adornaba con cuantos collares, pulseras y demás abalorios pudiera colgarse entre sus brazos y cuello, sin que alguna vez le faltara su rico y uniplumado sombrero.
Mucho me alegró llegar a la esquina Duarte y recordar nuestra antigua vivienda. Desde un tercer piso del edificio que aún se conserva, mi hermano Virgilio Eugenio y yo disfrutábamos de las luces del desaparecido “Rialto”. Por esos años, la referida sala de cine exhibía una de las pocas fachadas con luces intermitentes. ¡Y qué bonitas se veían!
En compañía de Miguel, buen conocedor de la zona, nos acercamos a la esquina Hostos, donde se conserva la vieja casona que fuera sede de la Agrupación Política 14 de Junio (1J4). Una pequeña placa de Efemérides Patrias, colocada en su parte oeste, así lo reseña.
Frente al antiguo local, las remembranzas se visten de gala ante una reunión de la Rama Femenina del 1J4. No recuerdo el motivo preciso, quizás ultimar detalles para la gran marcha “¿Dónde están los Presos Políticos?”.
Mientras hablábamos como gallaretas, a causa de nuestra algarabía, uno de los compañeros nos solicitó bajar la voz, petición a la que hicimos caso omiso. Transcurridos unos minutos, ante nuestra inadecuada conducta, escuché su exclamación: “¡llamen a Juan Miguel!”.
En el umbral, le vi como un guerrero romano. Con sus brazos cruzados sobre el pecho y las piernas un tanto entreabiertas, asomó Juan Miguel Román. ¡Señor de los Espacios Infinitos!, todas embobadas y el más extraordinario silencio reinó en el área. Bastó su presencia para que nos calláramos, además de su comentario: “Compañeras, ¿qué pasa, hablamos más bajito?” ¡Jamás olvidar esta escena y el carisma de este hombre que engalana páginas de nuestra historia!
En uno de los tantos sitios para esparcimiento de los viandantes, descubrí una foto de Ernesto encendiendo un habano. Que gusto reencontrar la imagen del Ché Guevara, ¡figura inolvidable de la revolución cubana!
Nos alejamos del lugar – adornado por ambos lados de pinturas y artesanías que gustan a los turistas- para disfrutar del espectáculo que en el antiguo parque Colón ofrecen las palomas buscando la comida que pueda ofrecerle algún visitante. ¡Cómo se desplazan! En su vuelo raudo, lucen cual alfombra alada detrás de los granos de maíz que tanto aprecian.
Para finalizar el paseo, degustar un helado donde Aridis y Wellington, amorosa pareja de larga data, constituía el premio de la tarde. ¡Cuánta variedad de sabores y que ricos son!
Wellington Peterson -revolucionario vertical e indesmayable- finalizada la dictadura, junto a Virgilio y otros compañeros del 1J4, dejó sus huellas en episodios desarrollados durante el período democratizador del país. Hoy por hoy, forma parte del grupo de personas entrañables a encontrarnos en un paseo por El Conde.
Anochecía, y frente al Baluarte- a todas luces una parada deprimente de autobuses y vehículos del servicio de transporte público- aguardamos por un taxista conocido para regresar al hogar.
Además de los recuerdos, apreciar pinturas y todo lo que allí se vende, como en un mercado de pulgas, el glamour de la calle se ha evaporado. La que debería ser una vía majestuosa, al igual que la México, El Conde – hoy peatonal- ha perdido su estirpe y abolengo. Y así vamos perdiendo nuestras riquezas culturales. ¡Qué pena!