Ser casi viejo te da derecho a pasarle inventario a la vida. Producto de la movilidad social de los años sesenta del siglo pasado,  la primera maravilla de mi existencia fue el descubrimiento de la palabra. Vengo de esas jornadas.

Vi con mis ojos el labio hinchado de poder y soberbia de Rafael Leonidas Trujillo Molina, el déspota más engreído de la historia americana. Sentí en mi propia conciencia la opresiva atmósfera de lo que significaba la polarización entre la vida y la palabra. Nuestro signo era el silencio.

Tras la caída de la tiranía se abrió el esplendor de un discurso humanista.  Como Trujillo nos había separado de las corrientes del pensamiento universal, los que entonces éramos jóvenes habíamos creído en el simplismo épico de dividir la sociedad entre trujillistas y antitrujillistas, pero pronto  esa última inocencia estallaría abriendo un espacio de injurias a nuestros ideales, y tejiendo los primeros tormentos de un largo martirologio inacabado.

Aun así, quitamos los cerrojos de los labios, hicimos poemas, contamos historia, nos desgarramos gritando el sueño de una reconquista de nosotros mismos, casi perdidos y  tomados por los bríos  del ideal, con las camisas en llamas, jurando que la explotación del hombre por el hombre estaba a la vuelta de la esquina. Nuestros puñitos rosados alzados contra la injusticia eran conmovedores. Nada sabíamos de las leyes de la realidad.

Entonces fuimos comunistas.

Todos los fetiches del alma los inscribimos en nuestras banderas, y encallamos en el eje de las revoluciones que azotaban los pueblos del continente americano esa década ardiente.  Vimos morir a muchos  “subiendo las escarpadas montañas de Quisqueya”, desaparecidos en las cárceles, fusilados en parajes inhóspitos, cazados como bestias en el asfalto de las ciudades, o vendidos, simplemente entregados, domesticados y despojados del escozor de las antiguas subversiones que es, también, otra forma de morir.

Atribulados por la extensión del alba, los del sesenta vieron desmoronarse, en un breve lapso el ideal comunista. Poco más de diez siglos de  pensamiento revolucionario se vinieron abajo junto con la caída estrepitosa  del muro de Berlín.

A todos nos vistieron de cenizas, en un mundo unipolar que escarnece los sueños. Nos quedamos agitando pañuelos en la noche, buscando nuevas palabras para vestir esfinges, esculpiendo la ironía básica que nos permitiría entender los terribles caminos que se abrían por delante.

Fue bajo la mirada negra y cejuda del desconsuelo que nosotros descubrimos el horror, la mentira y el crimen. Todo lo que nuestras almas anhelaban se resumía en el descubrimiento alborozado de la palabra libertad, y en el rebelde gesto de pedir la justicia.

Era el vacío ensordecedor lo que nos cercaba, pero nunca le asignamos a la muerte esa clarividencia que la vida no tiene, y hoy todo nuestro vivir, queramos o no, está entretejido con ese pasado. Yo nunca he escrito una sola línea en mi vida que no esté en relación con todos esos acontecimientos que se desataron en el país después de la muerte de Trujillo, porque esa es la única manera posible  de fijar la adolorida memoria de las grandes pérdidas. ¡Las grandes pérdidas!

Aunque hoy ya no queden trapos sagrados que defender. No hay principios, sino estrategias. Se desandan los pasos, incluso el pasado nos da miedo. Se reescriben los libros airados, o se borran los grafemas. No hay canallas en la República Dominicana, sino diferencias cuantitativas entre los actos humanos.

Todo se compra y se vende, en la sociedad actual la práctica cotidiana le apaga los fueguitos del alma a cualquiera, porque la bandera que capitanea nuestra realidad es el individualismo y la corrupción.  Y eso es lo que somos, náufragos, sobrevivientes, argonautas de las decepciones, parias emboscados en la resaca de las madrugadas.

Soy casi viejo,  tengo derecho a pasarle inventario a la vida.