Estamos viviendo en el mundo de las más inverosímiles sorpresas políticas. El contexto en que ellas ocurren es asombroso: los acuerdos internacionales y las instancias llamadas a garantizar la seguridad mundial están en quiebra moral o han sido abierta y descaradamente instrumentalizados; las decisiones soberanas de los países son desconocidas o manipuladas;  muchas de las más complejas posiciones de Estado se fijan en las llamadas redes sociales; el destino de los gobernantes se decide en las ruedas de prensa de los altos funcionarios de las grandes potencias y las costosas y cruentas guerras regionales es asunto  que siempre se justifica recurriendo al gastado discurso de preservación de la democracia y las libertades.

Las extrañezas tocan por igual a los partidos políticos. Sus prolongadas crisis, cuyos primeros indicios se remontan a la década de los noventa del siglo pasado, parecen alcanzar el punto crítico de ruptura en lo que va del presente siglo. No obstante, asombrosamente, los partidos tradicionales han sabido sobrevivir, si bien con significativos y acrecidos cuestionamientos morales a sus figuras emblemáticas, además del descenso de sus simpatías ciudadanas. En todo caso, las negativas apreciaciones de las instituciones democráticas y partidos políticos se han intensificado en los últimos años.

Este fenómeno marca en alguna medida el proceso de maduración o debilitamiento de los sistemas democráticos, al mismo tiempo que fortalece a las ultraderechas y fomenta el resurgimiento de ideas emancipadoras que no han pasado la prueba de la historia.

¿Cómo mejorar la negativa percepción ciudadana de los partidos? Creemos que no bastaría el reclamado reforzamiento de los espacios de comunicación sociedad-gobierno; es menester la recuperación de la confianza sobre la base de una mayor efectividad de las políticas, el cumplimiento, aunque fuere parcial, de las promesas electorales y, lo que es más importante, la recuperación integral del ejemplo personal, bajo los principios de rendición de cuentas y juridicidad de toda decisión.

 

El reto es complejo. Las debilidades institucionales no podrían calificarse de temporales o coyunturales; son en gran medida estructurales, es decir, tienen profundas raíces en prácticas, hábitos y valores propios de formaciones económicas atrasadas en las que sobresalen las incidencias perniciosas del clientelismo rampante, la corrupción administrativa subsecuente y, más recientemente, la captura del Estado por sectores oligárquicos desnacionalizados o sin interés alguno por lograr un efectivo y positivo enrutamiento de la nación sobre el pilar del más amplio consenso sociopolítico.

Pocos dudan que la crisis de los partidos en nuestra zona se explica en gran medida por los niveles de corrupción evidenciados y documentados. Sabemos que es un odioso fenómeno de beneficios unilaterales y mezquinos, pero de consecuencias negativas globales; esto es, la corrupción solo tiene altas tasas de retorno para los corruptos y sus adláteres, mientras sus nefastas consecuencias visibles e invisibles afectan a toda la sociedad.

La corrupción es la principal causa motriz de la perniciosa tendencia generalizada de desencanto e insatisfacción con la democracia.

Si ella se acompaña de la odiosa y temeraria impunidad, la confianza en la autoridad y el sistema democrático termina seriamente dañada. No ha de resultar extraño entonces que la democracia parezca a muchos un modelo de gobernanza (forma de gobierno) extremadamente caricaturesco e injusto en la repartición de sus frutos, formal, insosteniblemente costoso e ineficaz.

Podríamos considerar como un notable agravante el hecho de que ya los partidos no crean -ni les interesa- sentido de pertinencia de sus seguidores. Carecen del otrora equilibrador norte ideológico. Sus discursos son adaptativos, coyunturales y apuntan aviesamente al sentir ciudadano solo para satisfacer demandas soterradas que en realidad terminan negando las altisonantes promesas hechas en las correrías electorales.

Los partidos realmente han sobrevivido a una crisis que se prolonga ya dos décadas, pero no han cambiado. Sus discursos son sospechosos y detestables. Sus cúpulas son, en sentido creciente, mediocres, incapaces y egoístas.

Como resultado tenemos que la sabia racionalidad ciudadana negocia su participación electoral: está ahora en función de las peticiones de soluciones concretas a problemas individuales. Prima la pertenencia por ventajas y beneficios negociados. El mercado de las mercaderías políticas de Schumpeter es patente e incontrovertible.

Los votos blancos, la llamada “apatía participativa”, la desidia por lo “político” y las miradas desaprobatorias o indiferentes hacia el lado de las campañas electorales, son señales de algo más preocupante que un mero malestar ciudadano.

Colma la copa el hecho de que la gente está decidiendo actuar directamente, obviando la intermediación de sus representantes políticos. Parece fuera de discusión que la representatividad, como rasgo fundamental de la democracia, conoce una crisis sin parangón reciente.

En este complejo contexto, adquieren preeminencia singular las sorpresas. Empresarios independientes con discursos reformistas quieren ser presidentes; obscuros militares pensionados de ultraderecha, enarbolando el regreso a la autoridad y al orden, logran ceñirse la banda presidencial; personajes cómicos que satirizan los gobiernos corruptos logran más del 70% de los votos válidos depositados (Vladímir Zelenski en Ucrania) y aparecen como por encanto agrupaciones estrafalarias como el  Movimiento 5 Estrellas en Italia, autoproclamado ni de derechas ni de izquierdas, pero que prospera, principalmente, gracias al poderoso sentimiento de hostilidad hacia la política y los políticos.

Mucha gente está convencida que es preferible lo desconocido a lo probado durante decenios con resultados indeseables. Esta posición encierra el enorme riesgo de que millones de ciudadanos escojan la incertidumbre como opción política. Dios nos proteja.