En estos días aciagos del fallecimiento de tantas destacadas dominicanas, es especialmente lamentable la despedida de doña Margarita Copello de Rodríguez, quien poseía una gran elegancia y definitivamente era una gran dama, pero sobre todas las cosas, poseía una enorme capacidad de trabajo.

Mi primer recuerdo de ella fue en los años ochenta, cuando fue parte del grupo de baile en una representación de Carmina Burana, que Eduardo Villanueva llevó al Teatro Nacional. Esa actividad le venía muy bien al tratarse de un espectáculo multidisciplinario, que reunía los aportes de personas de diferentes épocas y lugares, como luego presentó ella durante muchos años, pero más que el libreto, la música y sus intérpretes, lo que a mi entender más se acercaba a la naturaleza de doña Margarita es que esta representación implicaba una dedicación tesonera y comprometida.

Toda su vida fue una gran mecenas de las representaciones musicales en nuestro país, que inició desde el principio de los años ochenta, cuando, como colaboradora del Consejo Nacional de la Niñez, coordinó los detalles para que el pianista Marc Raubenheimer se presentara ante el público dominicano.  Él fue el primero de muchos artistas ganadores del Concurso Internacional de Piano organizado por Paloma O’Shea en tocar conciertos en República Dominicana gracias a los esfuerzos de doña Margarita. Al notar su interés, talento y posibilidades, Carlos Piantini, amigo de muchos años, le pidió a ella y a su esposo Pedro Rodríguez Villacañas, que lo ayudaran con la proyección y el financiamiento del trabajo de la Orquesta Sinfónica Nacional, tarea que asumieron a través de la creación de la Fundación Sinfonía y donde reunieron a intérpretes y amantes de la música durante muchos años.  Tanto fue el esplendor de su trabajo que años después lograron reunir voluntades para el establecimiento del Festival Musical de Santo Domingo, que ha sido un lugar de excelencia para la colaboración entre músicos de diferentes nacionalidades.  Dicho en palabras de su colaborador Eduardo Villanueva: “Doña Margarita era una central eléctrica, un parque eólico, un panel solar, de todo. Su capacidad de trabajo era increíble”.

El amor por la música lo heredó de su padre, reconocido por haber sido fundador de la Compañía Anónima Tabacalera, pero antes de eso fundador de un programa de radio y de la Orquesta Filarmónica de Santiago, lo que le ofreció una entrada privilegiada en el mundo de la música, recibiendo clases de Juan Francisco García desde la niñez y llegando a organizar la celebración de su propia boda en La Voz Dominicana, máximo escenario de la época para poder albergar una orquesta y bailar con comodidad.

Su dedicación a la música solo se vio interrumpida en los primeros años de vida de sus seis hijos y hasta la ida a destiempo de su primogénito fue marcada por la melomanía. Intentando consolarla y consolarse él, su esposo tuvo la idea de pedirle al joven percusionista Luis Amaury Sánchez que le compusiera una misa cantada para rendirle los honores.  Ojalá alguno entre los numerosos artistas con quienes ella compartió tantos esfuerzos y tantas satisfacciones tenga una similar iniciativa para honrar su memoria.