La historia política reciente de la República Dominicana muestra una masiva participación electoral, pero una débil participación democrática. Como nuestra cultura política es autoritaria y paternalista la democracia se concibe como un sistema representativo carente de regulación por parte de la ciudadanía.
Para emplear un término de Max Webber, nuestra vida política está fundamentalmente ¨encantada¨. La dinámica de las relaciones socio-políticas, la percepción pública de las autoridades (mesianismo), el modo de entender los problemas ciudadanos, la sumisión fatalista a las estructuras de poder, el fundamentalismo, el sectarismo gregario, entre otras características, son sólo algunos de los rasgos de una vida política comprendida en términos mágico-religiosos.
No es de extrañar que se perciba al jefe de Estado con una aureola casi divina y por tanto, se espere todo de él, como si tuviera un poder mágico para conjurar los demonios. En una sociedad con semejante cosmovisión, es difícil que las personas se vean a sí mismas como corresponsables de los asuntos públicos. En sentido general, la población entiende que ¨ha cumplido su deber¨ por el mero hecho de votar. Una vez se cierra el proceso electoral, se clausura también la participación ciudadana.
La otra característica de nuestra cultura política, la alienación de los derechos ciudadanos, está íntimamente vinculada con la sacralización de la vida política. En una sociedad sacralizada, las personas no son sujetos de derecho, porque el único derecho real es aquel que se posee por representación divina. Por esto, en los estados teocráticos, las relaciones sociales están caracterizadas por la sumisión al poder. La participación en una sociedad semejante se caracteriza por el cumplimiento de las normas y la obediencia a los jefes religiosos.
La cultura política dominicana muestra estas características de subordinación y enajenación. Las relaciones entre los ciudadanos y las autoridades se caracterizan por la obediencia o la subordinación a ¨jefes mesiánicos¨, ¨líderes míticos¨ o caudillos.
Un fenómeno que contribuye a esta cultura es la exclusión social extrema en la que viven millones de seres humanos cuya existencia diaria se reduce a la búsqueda de la sobrevivencia, o a la satisfacción de las necesidades básicas. Envilecidos por la pobreza y sin la educación mínima requerida para comprender que son sujetos de derecho, estas personas no pueden percibirse como reguladores de sus gobernantes. Más bien, los individuos se conciben intuitivamente con respecto a sus gobernantes como ¨hijos¨, ¨súbditos¨, ¨servidores¨.
Así, no hay lugar para la constitución de lo que el filósofo Jürgen Habermas ha denominado la ¨esfera pública¨, un espacio de reflexión crítica y vigilancia ciudadana con respecto a las decisiones provenientes del poder político.
La esfera pública emerge del proceso de desencantamiento del mundo característico de la Modernidad. Constituye el escenario de la deliberación ciudadana, de la discusión racional entre aquellos que no forman parte de las instancias de poder, pero que aspiran a modificarlas.
Ante la inexistencia de la esfera pública, las comunidades carecen de mecanismos reales para establecer límites y regulaciones a las autoridades políticas. Estas comunidades son, por tanto, ¨débiles¨, pues la fortaleza de una sociedad proviene de su institucionalidad y de su capacidad real para someter el capricho de los individuos al imperio de las leyes.
En el contexto de la actual situación electoral de México, el político y académico José Woldenberg, se ha referido a la debilidad de la sociedad civil y al impacto de esta fragilidad en la configuración de la participación democrática. Ha dicho, muy certeramente, que una sociedad civil fuerte, demandante, capaz de presentar sus proyectos y demandas exige de sus políticos interactuar con ella. Pero allí donde la sociedad civil es débil, donde las exigencias no se articulan organizadamente, los políticos tendrán mayor margen de maniobra si no están dispuestos a escuchar.
La mayoría de nuestras campañas electorales, caracterizadas por lemas vacíos, promesas hueras y propuestas no fundamentadas, fructifican entre nosotros por la debilidad de la sociedad civil, por la inexistencia de una esfera pública. Si nuestros gobernantes pueden administrar los bienes públicos como herencias privadas, esto es posible gracias a la ausencia de una regulación ciudadana.
Entonces, podemos seguir el juego de la mera participación electoral, entregar un cheque en blanco cada cuatro años y seguir lamentándonos de nuestros gobernantes. O podemos elegir el camino de la participación democrática, desacralizar y desalienar la vida política, entender que somos corresponsables del rumbo de nuestra nación y comenzar a construir una auténtica sociedad democrática.