Contra toda lógica jurídica-positiva e inobservando la actual configuración social del pueblo dominicano. El Senado de la República, sin tomar en cuenta las observaciones hechas por el poder ejecutivo a las causales por la que se podría efectuar el aborto, aprobó el nuevo Código Penal que regirá a partir de su puesta en ejecución en el país. El mismo tipifica delitos penales que en la normativa que rige para actualidad, en el mejor de los casos, se presentaban como circunstancias atenuantes y eleva la pena máxima hasta sesenta años, dependiendo la gravedad y complejidad del caso.
La norma tiene entre sus intestinos un aspecto que riñe con la nueva visión de la política jurídica global y se encamina en gran medida, a estancar el proceso dinámico de las leyes y la evolución del pensamiento político, jurídico y social. Marcando profundas distancias con Códigos de igual significación del hemisferio y gran parte de Europa. Estableciendo sin ninguna prerrogativa la penalización del aborto bajo cualquier circunstancia y obligando a las mujeres traer al mundo criaturas con deformidades congénitas, producto de la violación sexual, el incesto y peor aún, a no poder decidir entre su vida y la del feto en gestación.
Las razones que esbozan los connotados y honorables congresistas para descartar la posibilidad de que se preserve ante todo la vida y la dignidad de la mujer, descansa en el artículo 37 de nuestra Norma Sustantiva sobre el Derecho a la vida.- El derecho a la vida es inviolable desde la concepción hasta la muerte. “No podrá establecerse, pronunciarse ni aplicarse, en ningún caso, la pena de muerte”. – Una puñalada por la espalda, que diera el entonces presidente de la República en el 2010, Leonel Fernández, a los grupos progresistas y liberales, en complicidad con los sectores más conservadores y la presión injusta de la rancia Iglesia Católica. Obviando la necesidad de dotar a la mujer de una herramienta legal que le permita tomar decisiones tan importantes como preservar su propia vida.
Con este retroceso, la mujer dominicana queda desprotegida ante situaciones de degradación moral, preservación de su salud y amenaza de su dignidad. Se le mutila un derecho tan básico para la subsistencia en sociedad, como el derecho a la libre elección. Se aniquila la posibilidad de establecer el nivel de riesgo sobre parámetros científicos y dejan al profesional de la salud, la incómoda situación de no poder actuar conforme a la medicina moderna, para salvar la vida de la madre en caso que lo amerite, quien ya disfruta de una plena y verdadera.
Los procesos de transformación social en ningún caso, deben estar supeditados al chantaje, ni mucho menos a la lógica de la iglesia católica y de otros grupos religiosos que en gran medida se alimentan de la desgracia y la ignorancia ajena. Promoviendo la vida a costa de la degradación moral y ofertando fe cobijadas en el fomento a la muerte. Obligando a políticos a actuar muchas veces en contra de su propia identidad grupal, con la maldita excusa de que Dios, la da y la quita. Esa misma iglesia, que ha sido promotora de abusos milenarios, y servido de refugio a pedófilos envueltos en sábanas, por demás cómplice en todo tiempo de los actos más execrables en contra de la gente humilde. Es la que ha primado a la hora de determinar aspectos tan importantes de la citada norma, subyuga a prácticas de corte espiritual y no a la realidad de la dialéctica social.
Esa interpretación errónea de los fenómenos sociales, en el año 2013 se llevó consigo una vida que apenas iniciaba el dilatado proceso de la existencia humana. Con solo 16 años Rosalba Almonte Hernández –Esperancita– perdió una batalla contra la leucemia linfoblástica aguda estando estado de gestación, por la irracionalidad de actores y sectores de la vida nacional, que no entienden el verdadero valor de vivir o morir. Siendo esta tragedia, una simple muestra de los daños que a la posteridad, causará el haber aprobado sin tomar en cuenta las causales del aborto terapéutico, la ley 550-14, que crea el nuevo Código Penal Dominicano.
Con esa involución se reivindican prácticas medievalistas y se postula a favor del sufrimiento de las mujeres pobres del país, únicas desprovistas de los recursos que viabilicen la posibilidad de realizarse, como lo hacen las clases económicamente superiores, prácticas médicas aceptadas como normales en otros países. Obligadas a parir aun cuando aquello se desprenda de una violación, una malformación congénita o simplemente, signifique el riesgo inminente de que solo pueda ser posible mantener a ella o la criatura con vida. No importa el precio que haya que pagar, por lo visto, solo vale la pena satisfacer el deseo de una iglesia desactualizada, notablemente temida por los congresistas, que obliga a las mujeres pobres a parir sin medir las consecuencias.