La clínica del dentista a la que asistí de emergencia en la mañana del 8 de febrero del 2019, es un campo de concentración adicto a la humillación. Hablo como testigo degradante y cómplice de haber caído en mi propia trampa. Fui tan bárbaro que madrugué y al final me di a la fuga en un autobús manejado por mi barbero con dos gasas apretando mis dientes. Desafortunadamente, todo el Bronx se ha refugiado en esta oficina dental con sus muletas, sus Walkers, sus sillas de rueda, sus Biblias, sus Coranes o las llaves de un auto. Adentro del Shelter Daycare, luchamos unos contra otros por sentarnos, saludarnos, enamorarnos. Nos mordemos las orejas. Apretamos un cuello o nos peleamos por un perfume y luego un timbre nos obliga a recostarnos o refugiarnos en medio de los que hacen fila, en las bocas de las dependientas donde escribo esta crónica o salimos a la acera a pescar un resfriado como última tabla de salvación. Desafortunadamente, huimos de otros campos de concentración sepultados en el anonimato de Grand Concourse. Huimos de la intimidad de otras lenguas o de otros dialectos. Llueve afuera. Hace frío. El viento ha llenado la acera de cuervos hambrientos. Las aves de rapiña esperan con paciencia por nuestra liberación. Adentro hay una ametralladora invisible. Disparan a mansalva desde las dos bocas del despacho del lobby. Caen masas de refugiados como ovejas negras, prisioneras de la granja experimental. Algunos dolientes traen sus flores para el venidero día de San Valentín. Otros cargan sus ataúdes de lujo y los limpian con los audífonos activados en frente de todos. Yo le pasé una servilleta mojada con alcohol a la cruz y me persigné. Estaba sucia de sangre. El mesías había desaparecido pero los ladrones seguían resucitando como una maldición hecha de petróleo. Una monja sensual me aplaudió. Algunos clientes ayudan al dueño de un pesebre que desea morir en paz con sus dientes de leche  saludable. A veces aparece un voluntario y duerme en él por una hora para probar su comodidad o se oculta de una mirada enfermiza. Es una muerte alegre y vergonzosa. Al primero disparo, los últimos dientes de leche vuelan por los aires. El dentista ríe besando una imagen de Drácula. Hay un acta de defunción letal para cada pieza dental. La risa del velorio reza, contemplando el sagrado refugio del béisbol en un póster gigante. Accidentalmente hay quien descubre un cuadro de Martin Luther King escondido detrás de una puerta. Su legado no ha probado su efecto en el teatro dental. Sucedió en un momento en que leía lecciones poéticas en un libro de Reiner María Rilke, robándole una boca a la mesa del santuario. Queridos lectores, perdonen pero aquí no se puede morir en efectivo. Hay que caer fulminados por Visa o MasterCard. El mercado dental lee, antes de la caída, los acuerdos de co-pago deben hacerse en efectivo. Las miradas de resignación son las velas encendidas de esta fosa común que celebra la democracia de la salud operatoria de la inmigración. Mientras caen otras víctimas, el gran invento del televisor plasma los calma. Su luz mágica sodomiza la espera. Los heridos del primer disparo se pegan a las paredes, se refugian detrás de las puertas y lloran con risa su falta de dignidad. Una llamada inesperada los despierta. Alguien los conduce a un salón donde miden su estatura y analizan la composición de sus lágrimas. Un hombre con una bata blanca se acerca. Mira unas placas y ataca a su víctima con saña y rapidez y luego del ataque, huye a otra sala de operación. Los que aceptaron pagar por su sueño,  permanecen confinados en una morgue ridícula, donde solo se les permite sentarse con la boca llena de algodón, hasta que se les pase la anestesia. De vez en cuando llama una secretaria y corrige un error financiero en el proceso burocrático. Es mejor mejor morir en español entre lenguas humilladas por el mestizaje que caer en otro desierto lingüístico.