Notas de/hacia Pardavelito de José A. Beltrán.
UNO
Algo ominoso (1) flota en Pardavel, lugar de confrontación y desengaño. Lo innombrable destila en cada una de las historias de forma avasallante. El conjunto de cuentos es claro y compacto, dos dinámicas que se desprenden de esa relación con la ominosidad. Me refiero al concepto de lo no familiar: lo ominoso reside en el miedo a la ruptura de los ciclos cotidianos, primero, y segundo, en la reacción del ser humano ante ese miedo. Ah miedo, ¿qué hacer contigo?
Pardavelito es el escándalo del locus: una casa o edificio en un barrio tan barrio que no alcanza a pueblo y tan pueblo que es impensable como ciudad. En este espacio contenido, gira la fuerza gravitacional de la que beben una serie de relatos breves en extensión; relatos que funcionan en el campo de la grata inteligencia y se mueven en el doble juego de la inventiva y lo fantástico. Poco más de una docena de cuentos en donde la voz narrativa no abandona la paradoja y el suspenso, que distribuido en dosis matemáticas, brinda en las historias un feeling universal.
Estos cuentos son una suerte de fraseo espiritual y simbólico. Beltrán crea un mundo fuera de la perfección que cierta escritura espera de las emociones. Estos personajes no están seguros de nada. Su patria es la duda. Las referencias al mundo exterior son vagas, lo que preocupa es lo que pasa en los confines de Pardavel, un mundo innumerable, profundo e inesperado. Es un libro arriesgado sin parecerlo, que me trae el grato recuerdo de la sencilla inteligencia en Christian Ibarra y el silencio en Alejandro Zambra.
Hay en todo el libro un ambiente de falsa inocencia. Desde el prólogo descubres que no estás frente a algo común, aunque el juego del prólogo que cuestiona la obra en vez de recomendarla ciegamente no sea algo nuevo (2).
En el primer cuento, “Tan buena como Émely”, se propone la pasión por el cuerpo y los sentidos que se manifiesta básicamente en el deseo sexual, lo que es conveniente ya que esta interacción define las líneas de contención y brevedad que estarán presente en los mejores cuentos de la colección. En “Tan buena…” la moral y la pureza están impuestas en los primeros párrafos. En medio de la trama el deseo empieza a sugerir y desbordar la narrativa: “Me quedé viendo las nalgas un rato. Luego me dio vergüenza. Me despedí de ella sintiéndome mal conmigo mismo”. En una oración la desea, se arrepiente y se culpa. No pasa mucho tiempo, y la chica que es supuestamente buena (¿buena para qué, para quién?) saca al final la carta que la hace dueña de todo. Durante una conversación, José confiesa que con este cuento quiso crear un ejercicio de detención o control del espacio, pero que no obtuvo el resultado deseado, y yo le creo. Independientemente de ello, este primer cuento es el gancho. Desde aquí serás testigo de tirrias y ternuras que crecen de forma subcutánea en lo sustratos de lo poético. Estos son cuentos del buen decir.
En “Adamantium” se exploran los dolores implicados en los procesos de madurez. Una hermana atraviesa la ciudad en busca de un juguete para el hermano. Entre tanto súper héroe, nuestra Electra está consciente de que hay un orden, una idea de la redención que da sentido a su vida. Cuando la heroína no puede resolver, es golpeada en la cara con una realidad hecha de palabras y resentimientos. El cuento termina con una pregunta sugerida, ¿qué tan cierto es aquello de que las palabras se las lleva el viento? Otro ejercicio interesante resulta de la evocación cinematográfica en “No vuelvo a ver a Gilda, Rita”, en donde el arte de “citar sin citar” dota al cuento de referencias mínimas en donde reluce un lenguaje sofisticado.
“Hollywood apunta a la cara, Lorenzo”, es mi cuento preferido y es el que da inicio a la serie que llamaré negra, para no decirle llanamente policial. Estas historias están escritas desde el lado de la trampa, los dueños del lenguaje son los malvados y, en ese sentido, los postulados siempre estarán invadidos por la duda y la vacilación. La intención no es diagonal ni justiciera, y es en esta imperfección que la narración encuentra su fortaleza. “No tengo de otra, Hollywood, protege a tu héroe. Saltemos la ventana. Después de todo desnucarse puede convenir más que encontrarse con [el teniente] Andújar. ¡Las ciegas tienen tanta creatividad!” Si cuenta El Segador, entonces queda eliminada de pleno la idea de justicia: el criminal no confiesa, cuenta porque se sabe perdido y su éxito reside en el fracaso, lo que podría pasar desapercibido o leerse como una tontería en una sociedad que no conoce la duda y en donde la pifia y el error están lejos de ser atributo. ¿Para qué escribir un libro de respuestas? La respuesta es algo muerto. Puede argumentarse que la respuesta encierra reflexión. Es cierto. Pero para un escritor de ficciones, el carácter contemplativo de la pregunta crea una brecha para acercarse a lo poético como recurso estético.
Otra dialéctica que plantea esta lectura ominosa es la tesis elemental de la escritura de cuentos como el campo de lo práctico y lo metafísico, unidos en un conflicto que no se resuelve. En la metafísica, los cuentos están guiados por el sentido de la visión, caminan en ruinas circulares más no están perdidos. Es la manera de dar vueltas a la misma idea, porque en el sentido práctico los cuentos son eso, la forma de narrar un hecho que no necesariamente será exclusivo o fantástico y que sin embargo, quema. El cuento marca estos extraños momentos de cotidianidad en el lenguaje.
Estas historias son parábolas, misterios semi-explícitos, narrativas detectivescas narradas desde el ojo y la respiración del perseguido, siempre contadas desde una relajada entereza intelectual, porque la cultura es una manera de leer, no es una certeza ni un contenido. Dicho de otra manera, para los ciegos se hicieron los colores.
Pardavelito no muestra, demuestra. Lo importante no es la idea, sino el planteamiento oral de la misma, y para ello no se precisa más de de un puñado de párrafos bien elaborados, en donde el rigor lleva el silencio hacia un parque temático que está hecho de todo, pero que es en extremo original y distinto.
Por lo bajo siempre se cuecen las formas familiares de la maldad. Estos textos de prosa condensada, funcionan como laboratorios en lo que se experimenta con motivaciones básicas. La voz que narra resulta familiar de cuento a cuento, lo que permite encontrar rasgos que son también vasos comunicantes de una historia a otra. La denuncia social -el hambre, la violencia y la corrupción- permea en los cuentos, pero no es el foco principal. José A. Beltrán ha conseguido con su primer libro algo que algunos, a pesar de haber publicado tres o cuatro, todavía luchamos por alcanzar. Bien por él.
DOS
¿Qué tan importante es para ti el juego onomástico y el espacio? Pienso ahora, por ejemplo, en las técnicas del cuento, en donde la contención en todo sentido es apreciable. Me pregunto, ¿será que tener un espacio ya delimitado te permite eliminar la cuestión expansiva? Creo que eso en “Tan buena como Émely” funciona muy bien porque ensalza el morbo, el deseo como novedad de la erótica temprana.
“Tan buena como Émely” fue un ejercicio de esos en los que me obligo a limitar espacios. En este caso puntual pretendía que la trama no tuviera directamente el protagonismo de los hechos, sino que la evolución en el discurso del narrador fuera la historia per sé. Obviamente fracasé en el objetivo. Pero de todas maneras generé la dicotomía perceptual que también me interesaba. Es decir, entre lo percibido por el narrador y lo percibido por el lector necesitaba una barrera para construir la lectura que sí deseaba tener. Ojo: en aquel momento el lector era yo.
¿Qué tan importantes son las referencias pop-culture a la hora de construir el deseo en el Caribe? ¿En República Dominicana?
Me tomaré el atrevimiento de convertir El Caribe en un Pardavel: si los caribeños somos pardavelinos, las referencias de la cultura pop nos sirven de modelo para construir modelos de deseo. Regularmente no es un tema en el que suelo pensar, pero si te fijas, desde las muñecas de Hentai hasta las botellas de Coca Cola o los espectáculos de la NBA, tenemos acceso a esquemas generados mediante permutaciones, por decirlo de una manera. Y esos esquemas son determinantes en cualesquiera que sean nuestros deseos y decisiones: sea que yo decida que me veo cabrón con unas Nike o que soy muy original al contrariar un estilo y abogar por otro; en todo caso nuestro deseo parte de nuestra tradición de consumo. Y sé que aquí lo he limitado a lo mediático, pero la fórmula se aplica a los otros espacios.
De tu libro, como conjunto, una de las cosas que llamó mi atención es la traducción de lecturas de Borges, Cortázar, Pedro Juan Gutiérrez y Ernesto Sábato en un ejercicio de la experiencia y el riesgo. En tus cuentos no hay certezas sino dudas y cavilaciones. A veces tengo la sensación de que la literatura dominicana está muy segura de lo que dice y esto puede estar bien, claro, pero, ¿y la alternativa? Sostengo que en tu texto se valora más la pregunta que la respuesta, ¿podrías argumentar sobre ello?
Calcula esto: ¿Cuántos de nosotros no deseamos alguna vez poder hacer un Kame Hame Haa? ¿Cuántos no nos matamos a muerte por Las Águilas Cibaeñas? Incluso, nosotros que en dominicana no somos futboleros, estamos más atentos que nunca a la Euro Copa, al teatro de los argentinos con su selección… Todo lo que consumimos, junto a los patrones que hemos heredado, nos hacen particularmente dependientes de las referencias a la cultura pop en lo que deseamos. Por lo demás, sostengo que la pregunta es una cosa viva. La respuesta significa que hemos llegado a algún lugar, y yo prefiero la errancia del pequeño saltamontes.
Porque la lectura es una forma de leer, o bien de consumir la cultura. Dice Borges que cuando vio que en el Corán no habían camellos su concepción de la literatura cambió.
Hace poco un amigo me dijo, respecto a una novela que estoy trabajando, que mis personajes nunca parecían seguros de nada, ni siquiera de lo que acababan de vivir. Yo no lo había pensado, pero le di la razón. A mí me cuesta mucho ponerme a pontificar, ese nivel de arrogancia todavía no está a mi altura. Y mis personajes son signos de interrogación, justamente porque salen a las calles y se enfrentan a lo que les llega con lo que tengan a mano. Y a menudo lo que tienen a mano es el desconcierto. Pero los había pensado más cercanos a Salinger que a Borges. Por lo menos en el aspecto meramente formal de la incertidumbre.
Notas:
- Véase Freud, Sigmund. “The Uncanny.” The Standard Edition of the Complete Psychological Works of Sigmund Freud. Volume XIV. Londres: The Hogarth Press LTD, 1985.
- Hay un memorable ejercicio de esto en el primer libro de cuentos de Pedro Cabiya, Historias tremendas, en donde Bruno Soreno asedia en un post-scriptum la calidad y veracidad de la escritura.