Desde la génesis y superficie del poema, Plinio Chahín (1959) fundó los cimientos para la reflexión en torno al acto mismo de escribir poesía, con lo cual fue forjando en su espíritu el armazón inicial de lo que años después devendría pensamiento crítico. Es esta la forma en que va tejiendo en sí mismo la madeja intelectual de lo que es hoy, un auténtico poeta, crítico y ensayista, de cuya erudición, especificidad expresiva y singular ángulo de mirada crítica sus propios escritos son el mayor e irrefutable testimonio.
Libros como ¿Literatura sin lenguaje? Escritos sobre el silencio y otros textos, Premio Nacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña 2005 y Pasión en el oficio de escribir (2007) constituyen precedentes, establecidos con rigor, de un decir crítico en torno al pensamiento y el arte de la actualidad, que se apoya en dos ejes paradigmáticos, a saber, la imagen como epicentro del discurso estético, por un lado, y por el otro, el carácter subversivo, disruptivo, transgresor del lenguaje y el pensamiento de la posmodernidad, como intrínseco valor autocrítico de la modernidad misma.
Es en este caldo de cultivo reflexivo donde tiene lugar el origen y desarrollo del nuevo volumen ensayístico de Chahín titulado Pensar las formas (Editora Búho, Santo Domingo, 2017), añadiendo, de manera explícita, al telón de fondo de su paradigma conceptual dos nuevos elementos categoriales para la escena crítica que protagoniza la imagen como ente simbólico preeminente de la creación literaria o artística. El legado de Lezama Lima es notorio en esta perspectiva.
El primero responde a la noción de “epifanía”, término que proviene del griego “epipháneia” y del latín “epiphania” que significa “manifestación”; semánticamente equivalente a “aparición” o “revelación” fenoménica de algo trascendente. En el estricto marco de la literatura, Wikipedia ofrece una entrada interesante al término epifanía, presentándolo como forma de “mostrar” un concepto, de manera que el escritor pueda revelar ante sus lectores, para un entendimiento mejor y profundo, lo que exactamente quiere decir. Es la mirada que logra claridad mental. En filosofía, el concepto remite a una sensación profunda de realización como producto de llegar a comprender la esencia de algo. En el lenguaje litúrgico, en cambio, epifanía es sinónimo de celebración por la encarnación de lo divino en la dimensión humana. Por ejemplo, la epifanía de los Reyes Magos de Oriente. Aunque Voltaire revienta con escepticismo la acepción litúrgica de la Adoración de los Reyes Magos al recoger en su Diccionario filosófico (Ediciones de Hoy, España, 1995, vol. II, ps.51-52) el término, no desarrolla, lamentablemente, ningún significado de este para la filosofía o para la literatura.
La experiencia de Chahín con la literatura y el arte es epifánica porque hurga en el discurso estético para dar con la complejidad y ambigüedad de fondo que caracteriza al sujeto posmoderno. Con la categoría de epifanía nuestro autor se coloca más allá, en su visión crítica del arte y la literatura, de la “epojé”, que Sexto el Empírico definía como “el estado de reposo mental por el cual ni afirmamos ni negamos” o condición de imperturbabilidad o suspensión del conocimiento; y también, se coloca más allá de la “catalepsia” o imposibilidad de aprehender inmediatamente la realidad del objeto (Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía, Sudamericana, Argentina, 1958, ps.419-420). Conforme profundiza en el análisis de una manifestación estética o literaria, Chahín se va tornando más claro, y consecuentemente, más revelador de la esencia simbólica o formal de la expresión poética, pictórica, corporal, filosófica o arquitectónica.
La segunda categoría capital en Pensar las formas es la de asombro. Con esta, el autor de Cabaret místico (2007) sienta las bases de la íntima e indisoluble relación entre pensamiento y lenguaje creativo. Es Borges, acogiendo una sentencia de Platón acerca del conocimiento, quien define la poesía como el arte de ver con asombro donde los demás ven con costumbre. En la costumbre habita la callosidad que nubla la percepción de lo subjetivo y de lo real. Asombrarse es, pues, advertir, por medio del lenguaje y su constitución simbólica, la manifestación de las formas como vía de abordaje del espíritu para la producción de conocimiento y de nuevas sensibilidades.
Chahín aduce, en un “Llamado de alerta” final al lector, que estas dos categorías centrales de la estética deben entramarse con otras dos, que son, el “genio” y el “gusto”, con las que da lugar a la vigencia de lo lúdico y de la libre elección o preferencia como actitudes del sujeto posmoderno, en tanto que homo eligens o persona que tiene el deber o responsabilidad de elegir, ante la obra de arte o frente a un texto. Como concepto de sujeto posmoderno quiero resaltar los rasgos constitutivos del individuo contemporáneo desde la perspectiva de Michel Maffesoli (L´homme postmoderne, François Bourin Éditeur, Paris, 2012), quien argumenta la modernidad como un tiempo de revoluciones, mientras que la posmodernidad, que convierte en su objeto de estudio, es un tiempo de revelaciones; es decir, y en conexión con Chahín, un tiempo de epifanías y de apariciones.
La neotribalización de los sujetos o instauración actual de “nuevas tribus” o pequeños grupos afines; la fragmentación o atomización de las estructuras sociales y la manera de pensarlas; la multiplicidad de identidades cotidianas y volátiles; el privilegio en las formas discursivas otorgado por los artistas a la diversificación o “fractalización” (realidades fractales) del entorno y del individuo mismo; la exaltación de lo emocional por encima de la otrora poderosísima racionalidad moderna; las nuevas tecnologías y la revolución digital en las comunicaciones y sus efectos colaterales globalizadores, en fin, todos estos fenómenos, inherentes al proceso constante de modernización de la modernidad misma son, a su vez, propios de un hombre y un mundo posmodernos. Por eso subraya Zygmunt Bauman que la cuestión, el “eje” central de la política o estrategia vital posmoderna consiste, no en hacer que la identidad del sujeto “perdure”, sino, más bien, en evitar que se “fije” (La posmodernidad y sus descontentos, Akal, España, 2001, p.114).
Este aserto se corresponde con la acepción de Han según la cual la política de identidad del “sujeto de rendimiento”, es decir, del individuo sometido a la autoexplotación y el burnout de la “sociedad de dopaje” o de rendimiento productivo de la modernidad tardía, debe alinearse con la flexibilidad, con la no consolidación, con la fluidez en las formas de vida, pensamiento y culto al consumo y la fecha de caducidad. “El sujeto de rendimiento tiene que ser un hombre flexible. Esta transformación está relacionada con lo económico. Una identidad rígida atenta contra la aceleración de las relaciones de producción actuales” (Byung-Chul Han, Topología de la violencia, Herder, España, 2016, p.73). De ahí que Chahín asuma los lenguajes estéticos, eso que llama las formas, como entidades en constante deconstrucción o negación creativa.
Este nuevo compendio de ensayos de Chahín nos invita a entender el lenguaje estético, en distintas formaciones discursivas o expresiones artísticas, como apuestas epifánicas de transgresión, antes que de establecimiento topológico; de movilidad, antes que de fijeza; de nuevos sentidos y nuevas sensibilidades, antes que de reivindicación de tiempos, pensamientos y gustos de un pasado fósil. Se trata de una invitación a la subversión de los saberes.