Para responder esa pregunta, necesitamos hacer otra: ¿qué es lo que nosotros estamos llamando “ley de cine dominicana”?

La idea que se tiene de la ley de cine va muy acoplada a la idea del Estado y de sus instituciones que la rigen de manera directa como son el Ministerio de Cultura, mediante la Dirección General de Cine –DGCINE–, y el Ministerio de Hacienda, mediante la Dirección General de Impuestos –DGII–.

Secularmente, se tiene sabido que el mandato de una ley de Estado tiene un supremo carácter político que debe ser respetado, so pena de reprensión si se desconoce en todo o en parte. Asimismo, su carácter de Estado obliga a que sea accedida democráticamente. De ahí que se tenga al Estado como una propiedad soberana de las personas que forman el Estado.

La soberanía no está en quien o quienes dirigen el Estado; está en la ciudadanía, siendo que quien administre el Estado es, sobre todo, celoso guardián de cada una de las leyes que deben ser iguales para todo y todas las personas.

Entonces, ¿para qué sirve el Estado dominicano y sus leyes, como la ley de cine?

Sirve para que podamos vivir, coexistir en armonía.

La ley de cine dominicana no está separada del pueblo o de las personas que la hacen posible, siendo que quienes la administran no tienen un poder separado de quienes trabajan en la producción de películas. La ley de cine no es solamente la Dirección General de Cine,  y sí todas las personas sin distinción de clase social, económica, política, etc. 

Ahora bien, si todos fuéramos santos, ángeles, sin intereses de clase, por ejemplo, no necesitaríamos de una ley de cine. Ella está ahí como garantía y facilitadora que debe regentear un producto cultural, y es precisamente por eso que es apéndice del Ministerio de Cultura, no es añadidura de ningún otro ministerio del Estado dominicano. Y la DGII sirve como atenuante facilitadora y asegurador de la única ley dominicana que deposita en manos privadas su conducta mutualista.  Pero, como no somos querubines modelos de perfectas integridades es que necesitamos de ley, de reglas, de régimen administrativo. Y esto es porque todos tenemos voluntades disímiles que son muchas veces distantes unas de las otras.

Si cada quien hace su voluntad, las cosas no llegaran a ninguna parte. Es necesario un acuerdo, y acuerdo no significa que todo el mundo va a concordar con todo. La esencia no es todo el mundo concordando, al contrario, es la discusión razonable y considerablemente considerada en el debate para llegar a un punto, siempre moderado por la DGCINE quien, se supone, consciente de la soberanía de las personas, de todas las personas que en ella inciden.

Surge otra pregunta: ¿Hay juego democrático dentro de las propias reglas de la democracia al interior de la DGCINE? Consideremos que esta ley es la que regula la diligencia justa y equitativa en su aplicación y en su determinado objetivo de fomentar los medios que generan una saludable industria del cine para beneficio del pueblo, recordando –siempre–  que el cine es una ciencia y un arte que engloba al resto de las artes.

Lamentablemente, no se le ejecuta ni como arte ni como ciencia (que se nutre de realidades). Si lo fuera, si hubiese ese común denominador en todo lo que se produce mediante la ley de cine, hoy no estuviéramos tan perdidos y tan derrochadores. Habría unidad de criterios, habría un consenso. Todos estuviéramos disfrutando de un “cine dominicano” y no solamente los empresarios e inversionistas que le dicen a una centena de cineastas qué hacer, cómo hacerlo financieramente y cuánto será su beneficio como artistas asalariados.

Los inversionistas tienen sus razones valederas, tan legítimas como los que hacemos cine. Falta un consenso amigable.