Una señora, encogida por sus muchos años, me preguntó con voz quebrada: -Padre, si Dios sabe que estamos sufriendo por la pandemia, si Él lo puede todo, si Él es bueno y nos quiere, ¿por qué no nos hace caso cuando le pedimos que nos libere de este virus?
Me acordé de lo que dice Jesús: “Su Padre sabe lo que les hace falta antes que lo pidan” (Mt. 6. 8).
Mi primera respuesta fue reconocer que Dios es más grande de lo que puedo entender. Si pudiera entender todo su pensamiento y su ser no sería Dios. Pero, aunque no lo entienda, sé que es bueno. Más bueno de lo que yo puedo entender. Así que me fío de Él.
Sé que, como es bueno, no nos cobra por hacernos favores. No es que no nos contesta porque todavía nos falta pagarle algo, o porque nos quiere castigar.
Él no es un mago que recorre el mundo haciendo milagros. Es un Dios que respeta las leyes de la creación, obra de sus manos, y la libertad humana que nos regaló.
Él nos ha dicho que la vida es un camino, a veces difícil, pero lo importante es que nos lleve a donde vamos. Si ponemos de nuestra parte, podemos hacerlo más suave. La solidaridad, el amor, la justicia, suavizan el camino.
Entonces, ¿para qué rezar?
La oración la necesitamos nosotros, no Dios. Jesús decía a quienes les hacía milagros: “tu fe te ha salvado”. Al orar nos acercamos a Dios y encontramos fuerza para el camino, luz para no perdernos, alegría a pesar de las dificultades porque vamos con Él, paz y confianza de que llegaremos a puerto. La oración nos ayuda a fiarnos de Dios.
La oración nos recuerda que estamos llamados a hacernos presentes en el camino del que sufre, para acompañarlo, como Él nos acompaña. Como se han hecho presentes en la pandemia tantos profesionales de la salud; tantos voluntarios que han ayudado a quienes quedaron solos o desempleados; tantos que se comprometieron para encontrar una vacuna, para comunicar los procedimientos de defensa del virus.
Al rezar le decimos a Dios:
Padre nuestro: Tú que me acompañas porque me amas, hazme sentir hermano de todos y acompañarlos con amor.
Me fío de Ti, que sabes el camino y me guías para llegar a buen fin; de Ti que estás en el cielo: santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.
Tú, que compartes tu comida, que te haces pan para mi vida, que me das fuerza en el camino, danos hoy nuestro pan de cada día.
Tú que nos haces sentir amados y perdonados, enséñanos a amar y perdonar; perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden.
Tú, que alimentas mi esperanza señalándome la meta en el horizonte: no nos dejes caer en la tentación de cansarnos y líbranos del mal de la angustia y la desesperanza.
P. Jorge Cela, S.J.
Coordinador de la Red de Centros Loyola en Cuba
NOTA: Para conocer un poco más a Jorge Cela, regálale a tu espíritu estos 30’ de entrevista:
Rafael Emilio Yunén, geógrafo y quien fuera cercano del padre JOrge Cela, escribió el siguiente mensaje, con el texto del artículo:
A todos aquellos que nos formamos o relacionamos con el Programa de Posgrado de Planificación Urbana y Gestión Municipal Participativa del CEUR:
Quizás ya saben la conmocionante noticia de que el padre Jorge Cela murió de un infarto fulminante esta madrugada. Sacerdote ejemplar, buen amigo, conocedor de las problemáticas sociales latinoamericanas, en especial, de la urbanización de la pobreza y cómo ella afecta la vida de la gran mayoría de los residentes de las ciudades y sus periferias. Mucho aprendimos del padre Cela cuando vivió en los barrios de Santo Domingo entre los más pobres de todos los pobres. Mucho más nos faltó por aprender y practicar. Luego que salió de RD, leíamos sobre los trabajos que él fue haciendo en todo el continente y luego en Cuba. Cada año, llegaba su mensaje de Navidad dirigido a todos y cada uno, como si nos tuviera siempre presente y, cuando podía, añadía una breve nota particular sobre tal o cual asunto que mantenía pendiente de saber o de contestar. Hoy, sus hermanos jesuitas sienten su partida, oran por él y nos comparten uno de sus últimos artículos que copiamos en el anexo. “Bienaventurados los de corazón limpio, pues ellos verán a Dios” (Mt 5, 8). Amén.
Rafael Emilio