Hay preguntas que permanecen en nuestras cabezas como una idea fija, obsesionada. Lo mismo sucede con los que no se dedican al quehacer filosófico o los que de alguna u otra forma se acercan, desde su muy personal perspectiva, al discurso filosófico. La eterna pregunta, ¿para qué sirve la filosofía? ¿Qué debe decirnos la filosofía sobre los problemas que enfrentamos como país o como individuos? Debemos confesarlo, ya me da lata la pregunta.

Después de más de dos mil quinientos años de presencia en la historia de la humanidad, escribir unas palabras para legitimar o justificar la presencia de la filosofía en la sociedad, y de los que se dedican a la práctica filosófica y su importancia cultural, no tiene sentido. Es claro que lo que irrita no es la pregunta en sí misma, sino el fenómeno que se oculta detrás de la pregunta y que no es advertido por quien hace la pregunta. La postura supina de quien pregunta es la cuestión y no la pregunta por sí misma. La pregunta por sí misma ha sido objeto de loables respuestas que no vamos a mencionar en este momento y que están disponibles en una simple búsqueda a través de las Tics.

Ahora bien, lo que no ha sido objeto de análisis es el porqué surge la pregunta, qué lleva a la gente a realizar tal pregunta en este momento en que, más que en ningún otro momento de la historia de la humanidad, tenemos acceso gratuito a millares de libros e innumerables fuentes de información o motores para búsqueda de información.  Precisamente, aquí estriba la primera razón de la pregunta: la sobreabundancia de información con un alto contenido pragmático trae consigo una relativización del saber clásico. Digo alto contenido pragmático para diferenciar la información que tiene un fin práctico, es decir, ejecución o solución de un problema determinado de aquella información que solo busca mostrar el cómo de algo. Más que entender la naturaleza y la caracterización de un fenómeno e intentar explicarlo racionalmente, que es el propósito más claro del quehacer filosófico, la sociedad actual se acostumbra al “cómo se hace…”. En ello los buscadores como Google son el instrumento ideal para la modelización de esta práctica cultural. Con esto no digo que no tenga su importancia, el problema es la reducción de toda búsqueda al simple “cómo se hace”.

Segunda razón, la demanda constante de imágenes como fuente de conocimiento trae consigo la idea de que el saber que no depende de un formato audiovisual es cansón y aburrido. La filosofía exige mucho de la imaginación, como facultad para crear imágenes no “visibles”, es decir, dar cuerpo a ideas con los ojos interiores y no con los ojos de la cara. La exposición excesiva a formatos audiovisuales reduce considerablemente el ejercicio de las facultades interiores del alma, para decirlo en un lenguaje tradicional. En este sentido veo más conexión entre la filosofía y la música que entre la filosofía y la televisión o internet.

Recordemos que en la era de la televisión el cerebro humano sufrió cambios en su percepción de la realidad y la comprensión social de la misma. El sujeto humano de la era de la prensa o de la radio estaba habituado a exigencias mayores de comprensión que el sujeto pasivo que solo consume imágenes que otros proyectan y que él no construye. En la lectura de la prensa hay un esfuerzo concomitante de construcción de sentido que no se da en lo audiovisual en donde el sentido está proyectado a cuentagotas. Estaba mejor informado y poseía mejor hábito de comprensión y construcción de sentido aquel ciudadano que dedicaba una hora al día a leer el periódico que el que dedica varias horas al día a navegar por internet. Aquí es donde la cantidad perjudica la calidad.

Queda claro que la pregunta por el “para qué” del quehacer filosófico o, lo que es lo mismo, preguntar por los aportes del “filósofo” (que para mí es un título que hay que dar después de la muerte, como el de la felicidad) a la sociedad es insolente. Como dijo el poeta Neruda que “éstos sean los últimos versos que yo le escribo”.