«El infinito existe. Está allí. Si el infinito no tuviera un yo, el yo sería su límite, no sería infinito; en otros términos, no existiría. Pero existe; luego hay un yo. Este yo del infinito es Dios»1.

La época actual la define la paradoja del vacío perenne a pesar del hipercontenido. El concepto de felicidad es manipulado por el mercado: a través de la proyección en los medios de versiones adornadas de la realidad, se nos induce a la consecución de cosas, y nos incitan a obtener siempre, no importando cómo, el último modelo de lo que sea que ha sido previamente convertido en tendencia.

Las marcas recurren a los influencers, y sus patrones de conducta para llamar la atención, con el propósito de promover sus productos en las redes sociales, en procura de una máxima visualización y demanda de los mismos. Vivimos dependientes de necesidades impuestas.

El hiperconsumo digital es lo predominante alejándonos cada vez más de nosotros mismos: haciéndonos ausentes de nuestro hábitat y del otro. «Se ha formado una nueva masa; el enjambre digital: una masa de individuos aislados, sin alma, sin acción colectiva, sin sentido y sin expresión. La hipercomunicación digital destruye el silencio y únicamente se percibe un ruido carente de coherencia, aturdidor»2.

Parecemos vivir en un espacio diegético escapando de la realidad, de nuestra imagen y de nuestro interior; mediante el uso de avatares como representación. Está presente de manera persistente la huida; huimos de nuestro yo buscando cómo llenar el vacío; realizamos travesías de escape de nuestro entorno persiguiendo instantes de distracción con qué enmascarar la tristeza existencial: obteniendo solo el incremento de la ansiedad.

Recurrimos, en algunas ocasiones, al turismo como vía de evasión al desamparo vital; presumiendo en las redes los viajes realizados, en busca de los momentos breves de placer y de fama que dan los likes; anhelando reconocimiento social; con necesidad de sentirnos valorados, y pendientes todo el tiempo de la opinión de los demás. «El turista viaja por el infierno de lo igual; circula como si fuera mercancía»3.

En el ámbito de lo sagrado la presencia de charlatanes negociando con la fe es abrumadora. Apropiándose de lo sacro utilizan el temor a Dios para persuadir a la ofrenda y a la donación; sacando provecho económico de una crucifixión, y comprando silencio para ocultar abusos cometidos.

El hombre desde su estado posprimitivo ha estado en una búsqueda firme de Dios: «Al sentir una alienación respecto al mundo que habita, se desarrolla debido a este hueco un sentimiento religioso en el que Dios se percibe como algo alejado, al otro lado del abismo que separa lo divino de lo humano»4. Esa percepción de Él, exterior y distante, junto a la escapatoria de nosotros mismos: provoca una reducción de la existencia esencial. Ese estado nos hace sentir nostalgia por lo pasado y lo perdido, llevándonos a buscar en la memoria de los recuerdos momentos efímeros de felicidad.

Para ser felices de manera definitiva: tenemos que acudir al encuentro con Dios que reside dentro de nosotros. Hay que hacer la introspección necesaria con el fin de experimentar la sensación de bienestar, de armonía y de paz que Él da. Debemos realizar una andanza hacia el encuentro del amor que de ahí proviene, y que nos interconecta con los demás; que es energía universal en movimiento permanente dando vida; que nos hace sentir compasión, y que nos guía a mirar a través de la ventana del alma del otro para buscar la luz innata que mora en él.

Los viajes que realizamos como refugios y de huida a la soledad: terminan siendo experiencias vacías y repetitivas que tienen un punto final. El que hacemos hacia nosotros solo termina con el fin de la vida. La búsqueda de la verdad, el encuentro de la felicidad: es extremadamente cercano. Los caminos largos son senderos de lucha contra el ego, y para la contemplación vivencial de lo que encontramos a cada paso.

La casa de Dios es gratis, viene con el nacimiento de cada quién. En esa morada interna se inicia la curación de las heridas, y la redención del dolor del pasado. Somos seres de luz que debemos despertar a fin de iluminar nuestro propio hogar, y así, hacerles entender a las otras personas que sus lámparas están ahí, que solo necesitan alumbrar.

Para mirar a Dios hay que desterrar la vanidad, el narcisismo y desprendernos de las frivolidades.

Para mirar a Dios es preciso corregir la relación deteriorada que tenemos con nuestro yo interno. Cuando nos adentramos en el silencio se revela la divinidad.

Para mirar a Dios no tenemos que renacer espiritualmente por medio del sufrimiento: necesitamos «solo misericordia y no sacrificios»5.

Mirar a Dios es sentir, es experimentar la sensación de Su amor: es sinestesia de los sentidos al encontrar la verdad.

Para mirar a Dios, de manera constante, no hay que desear la muerte ni esperar a morir por el hecho de haber tenido la experiencia de Su conocimiento: «Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero…»6 Ese «Ser necesario»7, «de naturaleza infinita y eterna»8: vive en nosotros; solo tenemos que iniciar el viaje hacia Él.

«El camino misterioso va hacia el interior. Es en nosotros, y no en otra parte, donde se halla la eternidad de los mundos, el pasado y el futuro»9.

  1. Víctor Hugo.
  2. Byung-Chul Han.
  3. Byung-Chul Han.
  4. Gershom Scholem.
  5. Mateo 12, 1-8.
  6. Santa Teresa de Jesús.
  7. Baruch Spinoza.