El movimiento del 9 de junio era, auténticamente, del mismo linaje que caracteriza al del 27 de febrero.

Si un lector –incluso por simple curiosidad– observara los actos normativos que siguieron al manifiesto del 16 de enero de 1844, podría sentir inconformidad con la labor que realizaron las autoridades de la época. A partir del 27 de febrero y hasta el 31 de diciembre del año primero de la República, se enlistan solo otros veinticinco “actos” en nuestro registro histórico, de los cuales tres fueron comunicaciones propias del final de la ocupación, así como ocho declaraciones de la primera Junta Gubernativa, el acta de su reorganización, seis declaraciones de la segunda composición de dicho órgano, el informe constituyente, la Constitución de San Cristóbal y cinco decretos del naciente Poder Ejecutivo. Como se observa, fuera de la Constitución, ninguno aporta un marco normativo suficiente para encausar las principales actuaciones de la administración, cuestión que tendría que esperar hast la primavera de 1845.

Tal percepción, desde luego, sería superada cuando tal lector advirtiese la inestabilidad política del momento y las condiciones particulares de dichas autoridades. Se sabría que pese a la temprana proclamación de la independencia, el curso de los hechos a partir de allí no sería idílico. Para ilustrar un poco más estos primeros meses de vida republicana y el impacto del quehacer político en nuestra producción jurídica, conviene entonces preguntarnos: ¿cuáles circunstancias hicieron del año 1844 uno tan difícil para el naciente Estado, que le impidiese dar mayores pasos en la formulación de nuestro ordenamiento? Abrevando de investigaciones de Juan Bosch, Hugo Tolentino Dipp, Gustavo A. Mejía-Ricart, y Frank Moya Pons, ensayaré algunas conclusiones.

La primera cuestión a tomar en cuenta es la determinación del gobierno haitiano de no reconocer la independencia dominicana y las consecuencias bélicas de ello. Frank Moya Pons, en Manual de Historia Dominicana, sostiene que el entonces presidente, Charles Hérard, decidido a no perder con la división de la isla los recursos necesarios para pagar a Francia el resto de la deuda que tenía a la sazón, puso en marcha al ejercito haitiano el 10 de marzo en una incursión que avanzó hasta Azua, en el sur del país. Lo propio ocurriría con otra parte del ejército haitiano que llegaría a finales del mismo mes a Santiago en la zona norte. Si bien ambos intentos fueron oportunamente repelidos, siendo notorias las batallas del 19 y el 30 de marzo, muchos veían en la superioridad numérica del ejército haitiano una amenaza importante y era de todos conocido que la razón por la que no se materializó un tercer intento de ocupación militar en lo inmediato se debió a las tensiones internas de Haití, mismas que produjeron la salida de Hérard del poder e hicieron particularmente breve los gobiernos subsiguientes de Phillippe Guerrier, Jean-Louis Pierrot y Jean-Baptiste Riché.

Esta situación militar tuvo un efecto de tensión en la naciente República Dominicana, impidiendo a la Junta Central Gubernativa centrar sus esfuerzos en la estructuración orgánica del Estado. Como recuerda Juan Bosch en su obra La pequeña burguesía en la historia de la República Dominicana, dicho órgano, que había emergido el primer día de marzo de 1844, había quedado injustificadamente encabezada por el sector conservador representado por Bobadilla, pese a que los trinitarios habían sido quienes concibieron y pusieron en marcha el plan de independencia, cuyo líder era Francisco del Rosario Sánchez. Se suma entonces un segundo factor –el conflicto interno en la Junta Central Gubernativa– que se ve influido por el primer factor ya referido, pues las tensiones aumentaron por la idea de los trinitarios de sostener la independencia sin injerencia extranjera y la posición conservadora seguía siendo la de acudir al protectorado francés. Este grupo era representado por Tomás Bobadilla, Pedro Santana y el arzobispo de Santo Domingo, Tomás de Portes e Infante.

Como resultado de la tensión descrita, los trinitarios dan un golpe de estado el 9 de junio y Francisco del Rosario Sánchez encabeza la nueva composición de la JCG. En su Introducción a la Historia Social Dominicana, don Hugo Tolentino Dipp acertadamente sostiene que el movimiento del 9 de junio era, auténticamente, del mismo linaje que caracteriza al 27 de febrero. Acto heroico, de seguro realizado sin contar con la fuerza capaz de respaldarlo y de hacerlo viable, pero indudablemente penetrado de los más profundos sentimientos nacionalistas y de mayor repudio a todo intento de enajenación del territorio nacional. Esto constituye un tercer elemento a ser tomado en cuenta, para entender las convulsiones del así llamado “año primero de la patria”.

Así las cosas, tras la independencia se suceden varios actos de guerra contra Haití, una crisis interna del órgano de gobierno y un golpe de Estado antes de que transcurran los primeros cuatro meses. Es fácil comprender la imposibilidad           –diríase casi que material– de que a la vez se estructurase debidamente la organización estatal desde una perspectiva normativa. Por demás, la historia de pugnas no termina aquí, pues la gestión de Sánchez recibe también golpes inmediatos. Bosch y Mejía-Ricart coinciden en que algunos son consecuencia de actuaciones que pueden ser vistas como errores tácticos del grupo liberal. Ejemplos podrían ser la pretensión de obtener la sujeción de las tropas de Santana en el Sur con el apoyo de una dotación muy inferior dirigida por el coronel Esteban Roca. Otro caso, sería la proclamación de Duarte como presidente en Santiago, el 4 de julio, a instancias de Matías Ramón Mella, dividiendo aún más las fuerzas con que contaban.

En el marco de este complicado escenario, el núcleo militar que se mueve en el entorno del hatero seibano ve peligrar sus intereses ante la propuesta de Sánchez. Entonces un Pedro Santana invitado a curar sus dolencias físicas mientras se reestructura y organiza el Estado, desoye tal invitación y decide marchar hacia Santo Domingo y oponerse. Estos convulsos días del verano de 1844 son detalladamente comentados en el volumen X de la colección Historia de Santo Domingo de Gustavo Adolfo Mejía-Ricart quien señala la necesidad de tomar en cuenta los momentos más álgidos de cada fecha: el derrocamiento de la Junta presidida por Sánchez con la sola entrada –cargada de violencia y desafío– de Santana el día 12 de julio; la “aclamación popular” del hatero el día 13; la proclamación de su autoridad al pueblo y a las propias fuerzas armadas el día 14 y la firma del acta de reorganización de la junta, de fecha 16 de julio.

Como reconoce Hugo Tolentino Dipp en la obra de su autoría que citamos más arriba, ya para el día 12, Santana, vencedor de la Junta, entraba en la ciudad. Y, una vez más, reinicia de inmediato sus actividades antinacionales estrenando el título de “Jefe Supremo de la República” con poderes dictatoriales en nombre del ejercito y del pueblo. A partir de ahí, volviendo a ser minoría los “febreristas” en la Junta Central Gubernativa, ven caer en picada su autoridad política y terminan siendo expulsados no solo de la misma, sino también del país, pues son declarados “traidores a la Patria” mediante acto de fecha 22 de agosto.

Paralelamente, Santana es apoyado por otros representantes del sector conservador como Buenaventura Báez y Tomás Bobadilla para la convocatoria de una asamblea constituyente que tenía como misión la creación de la primera Constitución de la República. Como puede verse en el informe que se presentó el 22 de octubre de 1844 en San Cristóbal por los comisionados Vicente Mancebo, Buenaventura Báez, Manuel María Valencia, Julián de Aponte y Manuel Rsosón, aún con todo deterioro institucional que se agita en torno al proceso, la propuesta de Ley de Leyes es de corte liberal y cónsona con la idea del constitucionalismo imperante en la región para le época. Pero la instauración de un régimen excepción permanente a partir del artículo 210 termina desnaturalizando la esencia del documento y convirtiéndolo en un instrumento legitimador del régimen y no en un límite jurídico al poder político imperante, como de una Constitución se espera.

Luce claro entonces que 1844 fue un año plagado de inestabilidad política para nuestra población y ello tuvo, evidentemente, un pernicioso eco jurídico, a saber,  la limitación del necesario y esperado desarrollo normativo. Aunque es recordado con la reverencia y admiración que merece toda gesta independentista, muy lejos está de los mitos de un constitucionalismo estructurado y funcional. Como abordaré oportunamente en otros escritos, tal desarrollo normativo tendría que esperar a 1845 para dar sus primeros pasos –todavía tímidos–, que serían igualmente estorbados por los agitados cambios políticos que se experimentarían a lo largo del resto del siglo.

El año de nuestra independencia está cargado de gloria por la gesta patriótica de los fundadores de nuestra República y empañado por los golpes que a la misma asestaron aquellos que antepusieron sus intereses a los de la colectividad. Entender esta dinámica no empequeñece en modo alguno su importancia; por el contrario, nos sirve para entender mejor las peculiaridades de nuestra historia y a nosotros mismos como colectividad, para hacernos mejores cada día y optimizar nuestra participación en ella.