La victoria electoral –aún en controversia- de Hipólito Mejía en las primarias del PRD en República Dominicana y la asunción de la esposa del Presidente, Margarita Cedeño, al estatus de figura con arrastre popular han estado acompañadas de las llamativas consignas "Llegó Papá", "Llegó Mamá". Fabulosos eslóganes, retratos fieles de una cultura política desarrollada a lo largo de más de un siglo en este país del Caribe (como bien apuntaba José Carlos Nazario en este mismo medio). 

En ningún caso la cultura política en general, ni esta en particular, son frutos del azar. En la República Dominicana el desarrollo lento y limitado del capitalismo recién a partir de la segunda mitad del siglo XIX y la condición de país dependiente trajo aparejada la ausencia de una clase dominante. La organización de los escasos burgueses y terratenientes en islas de poder no llegó nunca a otorgarle la capacidad ni los medios para controlar el Estado y las estructuras de dominio de la sociedad: no cuajó como clase gobernante. Ese vacío ha sido llenado una y otra vez por el caudillismo, cuya fuerza de empuje no es ni será el deseo personal sino de naturaleza social. El Estado personalista ha estado acompañado de una subjetividad machista y autoritaria, exacerbada desde todos los medios y espacios de reproducción de la cultura privada y pública. 

Parados sobre esa tara histórica, los dominicanos y dominicanas asisten hoy a las exigencias de la vida democrática. En ese escenario es justo preguntarse en qué medida las expresiones de Llegó Papá o Llegó Mamá constituyen un espontaneísmo de las masas tolerable incluso con simpatía, y en cuál pueden constituir un problema de interés público. 

La importancia radica, sobra decirlo, en que se trata de personajes públicos que han sido, son o esperan ser funcionarios electos o designados dentro de los grados de mayor jerarquía en la jefatura del gobierno y el Estado. 

La expresión de afecto filial hacia dichos personajes entra en contradicción con lo que se espera sean los parámetros de elección de las personas. Según establece la Constitución dominicana –a usanza de todas las constituciones modernas occidentales- el gobierno es de carácter representativo y el poder emana del pueblo. Esto es, las personas eligen mandatarios, delegados de la voluntad popular constituida en las urnas y en las cuales reside la soberanía. Así pues, lejos de ser padres o madres cautelosos de sus hijos, los funcionarios electos son garantes del interés público que les es dado a resguardar. A diferencia de los ancestros, la comunidad no les debe nada, no está fundada por ellos ni a través de ellos; su papel no proviene de una relación de desigualdad en el rango sino de una obligación contraída libremente.  

Contrario a esperar como buenos padres o madres tradicionales que sus hijos "entiendan sus decisiones cuando crezcan", al funcionario electo se le exige responsabilidad política y se somete al escrutinio permanente: tanto el alcance como los límites de sus atribuciones se fijan en un contrato donde ellos no son los que deciden, sino quienes ejecutan y rinden cuentas. Las expectativas del pueblo no las fijan la moral o las convicciones privadas con que un padre o madre de bien medita sus decisiones, sino un conjunto de derechos y deberes constitucionalmente establecidos. 

Si en vez de funcionarios electos con responsabilidad política, fueran éstos estrictamente responsables por la adecuada y transparente gestión de políticas públicas, la calidad de su actuación habrá de medirse de acuerdo a la satisfacción de necesidades colectivas. Las políticas públicas correctamente definidas e implementadas se validan frente actores en el debate democrático, están sujetas a un presupuesto aprobado de manera independiente y son supervisadas a través de los medios que la ciudadanía tiene para fiscalizar el funcionamiento de las instituciones. En vez del padre o de la madre que ostentan la última palabra, aquí se requiere de funcionarios competentes, comprometidos con el deber público y no con el criterio privado, y dispuestos al juicio estricto de la evaluación ciudadana y sus representantes. 

El Estado heredado del siglo XX es una estructura que invalida al ciudadano, pues exigió como garantía de su eficacia la suma y control de todos los poderes. A través del caudillismo los individuos y las comunidades han quedado supeditados a relaciones asistencialistas cuando bien, clientelistas cuando mal, convirtiéndose en una vivencia estrictamente formal del sistema democrático. 

Mientras la democracia se legitima en la experiencia singular del hombre y la mujer común que se reconocen participando de la distribución equitativa del poder, esa "loca" pero envidiable igualdad política creada por los modernos, la cultura caudillista se fundamenta en un acto de expropiación del poder. Mientras que para ser real y efectiva la democracia necesita de una subjetividad, una cultura democrática y unas reglas del juego que la promuevan, la subjetividad instalada y reproducida durante décadas ha sido la autoritaria, desigual y machista, que confía su bienestar en la sabiduría y generosidad del/la líder. 

Por algún lado hay que empezar. Al igual que asegurarse que las reglas del juego sean transparentes, parejas y creíbles, la sociedad debería dotarse de garantías de que sus actores políticos se comprometen en promover la cultura democrática sin la cual, como dijo Hostos, "la democracia se vuelve sólo una palabra retumbante".