Han pasado ya cinco años del papado de Francisco, obispo de Roma y Papa de la Iglesia universal. Muchos han hecho balances minuciosos y brillantes sobre esta nueva primavera que ha irrumpido en la Iglesia. Por mi parte enfatizo solo algunos puntos que interesan a nuestra realidad.
El primero es la revolución hecha en la figura del papado, vivida en persona por él mismo. Ya no es el Papa imperial con todos los símbolos heredados de los emperadores romanos. Francisco se presenta como simple persona, como quien viene del pueblo. Sus primeras palabras de saludo fueron decir a los fieles “buona sera”: buenas noches. A continuación, se presentó como obispo de Roma, llamado a dirigir en el amor a la Iglesia que está en el mundo entero. Antes de dar él la bendición oficial, pidió al pueblo que lo bendijese. Se fue a vivir no a un palacio –lo que habría hecho llorar a Francisco de Asís– sino a una casa de huéspedes. Y come allí con ellos.
El segundo punto importante es anunciar el evangelio como alegría, como superabundancia de sentido de vivir y menos como doctrina de los catecismos. No se trata de llevar a Cristo al mundo secularizado, sino de descubrir su presencia en él por la sed de espiritualidad que se nota en todas partes.
El tercer punto es colocar en el centro de su actividad tres polos: el encuentro con Cristo vivo, el amor apasionado por los pobres y el cuidado de la Madre Tierra. El centro es Cristo, no el Papa. El encuentro vivo con Cristo tiene primacía sobre la doctrina.
En vez de la ley anuncia incansablemente la misericordia y la revolución de la ternura, como lo dijo a los obispos brasileros en el viaje a nuestro país.
El amor a los pobres lo expresó en su primera intervención oficial: “cómo me gustaría que la Iglesia fuese la Iglesia de los pobres”. Fue al encuentro de los refugiados que llegan a la isla de Lampedusa en el sur de Italia. Allí dijo palabras duras contra cierto tipo de civilización moderna que ha perdido el sentido de la solidaridad y ya no sabe llorar por el sufrimiento de sus semejantes.
Suscitó la alarma ecológica con su encíclica Laudato Si: sobre el cuidado de la Casa Común (2015), dirigida a toda la humanidad. Muestra clara conciencia de los peligros que corren el sistema-vida y el sistema-Tierra. Por eso expande el discurso ecológico más allá del ambientalismo. Dice enfáticamente que debemos hacer una revolución ecológica global (n.5). La ecología es integral y no solo verde, pues involucra a la sociedad, la política, la cultura, la educación, la vida cotidiana y la espiritualidad. Une el grito de los pobres con el grito de la Tierra (n. 49). Nos invita a sentir como nuestro el dolor de la naturaleza, pues todos estamos inter-relacionados e inter-ligados y envueltos en un tejido de relaciones. Nos pide «alimentar una pasión por el cuidado del mundo… una mística que nos anime, unos móviles interiores que impulsen, motiven, alienten y den sentido a la acción personal y comunitaria» (nº 216).
El cuarto punto significativo ha sido presentar a la Iglesia no como un castillo cerrado y cercado de enemigos, sino como un hospital de campaña que acoge a todos sin reparar en su extracción de clase, de color o de religión. Una Iglesia en permanente salida hacia los otros, especialmente hacia las periferias existenciales que abundan en todo el mundo. Ella debe servir de aliento, infundir esperanza y mostrar a un Cristo que vino a enseñarnos a vivir como hermanos y hermanas, en el amor, la igualdad, la justicia, abiertos al Padre que tiene características de Madre de misericordia y de bondad.
Por último, muestra clara conciencia de que el evangelio se opone a las potencias de este mundo que acumulan absurdamente, dejando en la miseria a gran parte de la humanidad. Vivimos bajo un sistema que coloca el dinero en el centro, que es asesino de los pobres y depredador de los bienes y servicios de la naturaleza. Contra ellos tiene las palabras más duras. Dialoga con todas las tradiciones religiosas y espirituales. En el lavatorio de los pies del Jueves Santo estaba una niña musulmana.
Quiere a las Iglesias, con sus diferencias, unidas en el servicio al mundo, especialmente a los más desamparados. Es el verdadero ecumenismo de misión.
Con este Papa que “viene del fin del mundo” termina una Iglesia occidental y comienza una Iglesia universal, adecuada a la fase planetaria de la humanidad, llamada a encarnarse en las distintas culturas y construir ahí un nuevo rostro a partir de la riqueza inagotable del evangelio.