En los días que transcurrían entre la masacre de Orlando y la conmemoración del Día del Orgullo, el Papa volvió a copar los titulares de los periódicos con su declaración de que la Iglesia católica debía pedir perdón a los homosexuales por haberlos “marginado”, al tiempo de recordar que el Catecismo de la Iglesia enseña que éstos no deben ser discriminados. Sumada a la celebérrima frase “¿Quién soy yo para juzgar?”, su petición de perdón abona la imagen de benevolencia y tolerancia que ha hecho a Francisco tan popular entre los sectores liberales dentro y fuera de la Iglesia.

Por supuesto que la actitud de Francisco es muy preferible a la de sus predecesores, que incitaban a la intolerancia con absoluto desparpajo y colocaban en posiciones de autoridad a homófobos delirantes como Nicolás López Rodríguez. Sin duda es preferible pero no es suficiente, hasta tanto la imagen bonachona y las buenas intenciones papales se concreticen en reformas doctrinales y en cambios reales en el proceder de la Iglesia y sus ministros.

El trecho entre lo dicho y lo hecho es el gran problema de Francisco, sobre todo en relación a los derechos de la diversidad sexual, los roles de las mujeres dentro y fuera de la Iglesia, el aborto y otros temas de política sexual, en los que, detrás de un rostro más afable, la iglesia sigue promoviendo las mismas agendas retrógradas de Juan Pablo II y Benedicto XVI. La supuesta renovación impulsada por este Papa ha tenido un éxito tremendo como ejercicio de relaciones públicas -para lo cual Francisco ha demostrado poseer dotes extraordinarias-, pero en lo que respecta a los hechos concretos todavía no hay nada que reportar.

Frente a la diversidad sexual, la Iglesia mantiene incólume la posición codificada en su Catecismo de que “los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados… Son contrarios a la ley natural… No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso”. Y por si quedaba alguna duda, el documento final del Sínodo de la Familia de 2014 remachó las mismas posiciones, reiterando además que "no hay bases para ninguna comparación, ni siquiera remota, entre las uniones homosexuales y el diseño de Dios para el matrimonio y la familia".

Dado que en su párrafo 2357 el Catecismo define la homosexualidad como una inclinación “objetivamente desordenada”, ¿cómo explicar la exhortación del párrafo siguiente a que los homosexuales sean “acogidos con respeto, compasión y delicadeza”, evitando, respecto a ellos, “todo signo de discriminación injusta”?  A primera vista parece cosa de esquizofrénicos, pero el asunto se aclara cuando nos damos cuenta que se está distinguiendo entre discriminación justa e injusta, y que la formulación del Catecismo no le pone reparo alguno a lo que la Iglesia considera discriminación justa.

Ni que decir que el concepto católico de “discriminación injusta” no incluye la prohibición del matrimonio igualitario o la negación del derecho a no sufrir  discriminación en el empleo, la vivienda, la tutela de hijos, la atención de salud, la participación política, etc., visto que los discursos de curas, obispos y organizaciones católicas no cesan de promover y justificar estas y otras formas de exclusión. De hecho, la nueva estrategia de los obispos estadounidenses, que se empieza a extender a otros países, es calificar cualquier medida legislativa tendente a prohibir la discriminación anti-LGBT como un atentado contra la libertad religiosa. Es decir, se promueve la idea de que hay un derecho a discriminar a la gente gay y lesbiana que procede de un mandato divino, con el que nadie puede interferir, y están tratando de hacer valer este supuesto derecho en los tribunales.

Este es justamente el tipo de cosas que no ha variado ni un ápice con Francisco, como tampoco ha variado el énfasis en la mal llamada “Defensa de la Familia” -mal llamada porque no están defendiendo a la familia heterosexual sino simplemente atacando a las otras-. Esta ofensiva contra las familias homoparentales sigue encabezando la agenda política de la Iglesia a todos los niveles, desde la parroquia hasta la diócesis, desde la conferencia episcopal hasta los pasillos del Vaticano. Y no olvidemos que el Papa fue el año pasado a Uganda, donde la homosexualidad se penaliza con cadena perpetua, y no dijo ni pío sobre las formas extremas de persecución que sufre la gente gay y lesbiana allí y en muchos países vecinos, casi siempre con la aprobación abierta de los obispos católicos. La verdad es que mientras una más lo piensa más se convence de que el concepto católico de “discriminación injusta” resulta sumamente estrecho. La hoguera, quizás.

En fin, que la retórica simpática de Francisco sobre los gays suena bien pero no resiste mucho análisis. En medio del horror por la masacre de Orlando, por ejemplo, el Papa se las arregló para condenar el atentado y ofrecer sus condolencias a los familiares sin hacer la más mínima referencia a la identidad LGBT de las víctimas ni al odio homofóbico del asesino. Y con sobrada razón, porque si la institución que usted encabeza promueve un discurso que sistemáticamente estigmatiza, inferioriza y sataniza a la gente gay, mejor ni tocar el tema de los fanatismos religiosos –propios o ajenos-, ni de cómo surgen y se alimentan las pasiones tóxicas que pueden llevar a alguien a cometer ese tipo de actos.

En estos días que estrenamos un arzobispo aparentemente seleccionado con el propósito de desintoxicar a la Iglesia del veneno de López Rodríguez, haremos bien en observar la distancia entre sus dichos y sus hechos. Seguramente este arzobispo no va a referirse a los gays como “maricones” ni a proferir otros epítetos homofóbicos en público, pero habrá que ver qué línea sigue en materia de política sexual y derechos humanos. A fin de cuentas, la doctrina católica que él y Francisco defienden todavía mantiene que los gays y las lesbianas pueden ser acogidos por la Iglesia y hasta pueden lograr la salvación del alma, siempre y cuando se abstengan de tener relaciones sexuales y lleven una vida de castidad perfecta. Si usted ejerce, se condena. Y que a nadie se le olvide que la condena significa pasar la eternidad en el infierno.