Ana salió de la casa imaginando tener una jornada agradable. Cargó a su pequeño de dos años y se dispuso a ir al supermercado. A Aníbal le encantaba ir de compras con su mamá. Los colores en los estantes, las góndolas repletas de productos y el alboroto de la gente, le producían mucha alegría.

Ella disfrutaba ver a su pequeño cuando se acercaba al departamento de juguetes; era como Alicia en el País de las Maravillas. Siempre visitaban el mismo almacén no por los buenos precios, sino porque en él encontraba todo lo que necesitaba. Aunque claro, era imposible llevárselo todo.

Aníbal disfrutaba el viaje mientras iba en las piernas de su mami y el viento le daba en la cara. En tanto que Ana apretaba la hoja de papel que sacó de su cartera cuando le pagó el pasaje al chofer.

Un papel con la lista de las cosas que necesitaba comprar. Iba haciendo cálculos en silencio cuando advirtió que era tiempo de pedir parada.

Ya dentro, hizo como siempre; caminaban por los pasillos como si estuvieran en un parque. Para ella, visitar el lugar era casi un dolor de cabeza por todas las piruetas mentales que hacía al encontrarse necesitando cosas y no poder llevarlas a casa. El carrito apenas estaba lleno a la mitad cuando ya habían recorrido el lugar por una hora. Leche, proteína, galletas, avena… No podía olvidar las frutas preferidas de su pequeño, ni los tomates. Mucho tiempo había pasado desde la última vez que compró las uvas verdes sin semillas que tanto le gustaban, igual que el aceite de oliva, el té verde; era eso o ella y el niño no tendrían lo imprescindible. Ana ya era una experta al momento de estirar el presupuesto, todo con tal de sacar lo más que pudiera de la quincena.

Estaba muy al pendiente del monitor de la caja registradora, que iba mostrando el total de lo facturado según el dependiente pasaba los artículos por el lector de precios.

Cuando pasó por el departamento de cuidado personal fue donde estaban todos los jabones de baño, fijó su mirada en ese jabón en especial, ese con olor a lavanda que tanto le gusta, pero que hace meses ya no compraba. Tomó un frasco en las manos, lo destapó y aspiró el aroma. “Qué tal si esta vez lo comprara”, ­pensó.

­ Aníbal jugaba con las pastas dentales de figuras de muñequitos, pero Ana no se percataba de ello; pensaba qué tanto costaría llevarse el jabón. Pero no, siempre que alteraba la lista el dinero no le daba para las otras obligaciones, eso la angustiaba y le daba verdadero pánico cuando en la caja el monto excedía la cantidad destinada.

Resulta que Ana ya llevaba cinco años ganando el mismo sueldo, y lo que daba el papá de Aníbal se le iba en colegio y pasaje. Aprendió a ajustarse; de hecho, el año pasado no fue tan difícil; no era que le sobrara dinero, pero al menos no tuvo que hacer tantos ajustes como estaba sucediendo últimamente. Sin embargo, desde agosto, con la compra de los libros y materiales para el colegio del pequeño y con todo en el supermercado disparado de precios, cada vez le era más complicado cubrir los gastos. Continuó avanzando por los pasillos mientras la pesadumbre se iba apoderando de ella, nuevamente. Miró la carita de su hijo y le sonrió con auténtica felicidad. Bajó la vista hacia el papel en sus manos y lo vio todo cotejado: huevos, café, leche, chocolate, plátanos, proteína, avena, harinas…Era la hora de pagar.

Cuando llegó a la caja, ya llevaba la resignación tatuada en el rostro. Saludó con un sencillo “buenas tardes” al cajero y procedió a sacar del carrito primero lo más importante, que eran las cosas del pequeño. Estaba muy al pendiente del monitor de la caja registradora, que iba mostrando el total de lo facturado según el dependiente pasaba los artículos por el lector de precios. Con cada pitido producido por el aparato, experimentaba un ligero dolor de estómago, pues faltaba poco para llegar al tope de lo que podía permitirse pagar y aún quedaban artículos muy necesarios. Un paquete de avena, azúcar, habichuelas… uno a uno iban pasando y ella apretaba el monedero; los nudillos de los dedos lucían blanquecinos. ¡Carajo! Otra vez quitar algo al colegio o al alquiler de la casa…, ­pensó­. Le quedaban 6 cuotas por pagar de los electrodomésticos que tomó a crédito.

Si no pagaba las cuotas del mes, los cargos por mora se la comerían viva. Sintió pánico y respiró hondo. Estaba harta de solo sobrevivir, de quitar aquí para poner allá. Al final, terminó sacando de su cartera las manidas papeletas de a mil que se apretujaban en uno de los laterales de su monedero. Entregó el dinero al empleado, tomó la escasa devuelta y se fue con el niño en brazos y un empacador empujando el carrito.

Más de media hora después, cuando llegaron a la casa, vio el ejemplar del diario que su vecina siempre le prestaba. Se preguntó para qué leerlo si solo traía malas nuevas. Decidió dejarlo para luego. Colocó las fundas con la compra en el comedor y se dispuso a ordenar todo en la despensa.

Cuando hubo terminado, mientras Aníbal jugaba con su carrito, ella se dejó caer en el mueble para darles una mirada a los titulares del periódico. No daba crédito a sus ojos, sin embargo, ¿para qué sorprenderse?; las malas nuevas le hablaban de la posibilidad de otra reforma fiscal tan pronto el nuevo gobierno tomara posesión. Pensó en lo que significaban las reformas fiscales en su país.

Frunció el ceño, torció la boca y maldijo en silencio.

Santo Domingo

13 de abril de 2016.­