El avance global del virus SARS-CoV-2 ha propiciado el constreñimiento de la circulación ciudadana con el fin de frenar la curva exponencial de la pandemia. Quedarse en casa se ha convertido en una consigna proclamada desde Oriente hasta Occidente.
La señalada coerción se ha justificado con el viejo argumento de la seguridad nacional. El confinamiento genera el distanciamiento físico necesario para reducir las probabilidades de contraer el virus y agregar eslabones a la cadena del contagio. Así, el recorte de las libertades y los derechos ciudadanos ha recibido el benepácito popular.
Pero, en América Latina y el Caribe, existe un problema que amenaza cualquier intento estatal por detener la epidemia basándose en el confinamiento: el trabajo informal. Millones de personas en nuestro continente no disponen de un puesto de trabajo estable con un salario regular. Sus vidas dependen de “la conquista callejera”, de vender o pedir con el empeño de a quien se le va el alma, porque la subsistencia del cuerpo lo demanda.
En estas circunstancias resulta difícil acatar la orden de autoencerramiento. El trabajador promedio de Latinoamérica se encuentra en la encrucijada de la novela de Albert Camus, La peste, donde los habitantes del pueblo de Orán se quedan sin alimento y, deseando emigrar a otro lugar, se ven impedidos por las medidas coercitivas del Estado.
Los estados latinoamericanos han sido incapaces de establecer políticas económicas inclusivas que permitan a la gente común proporcionarse el alimento de manera autónoma y sostenible en el espacio público, que, además, ha cargado con el fardo de unas oligarquías parasitarias enriquecidas al amparo del proteccionismo estatal. En esta situación, la mayoría de los segmentos poblacionales se encuentran en clara desventaja material con respecto a las minorías receptoras de la riqueza material para operar dentro de la crisis.
Al mismo tiempo, los referidos segmentos poblacionales tampoco han tenido acceso a un sistema educativo formador que los capacite en las habilidades ciudadanas y en una actitud reflexiva. En el mejor de los casos, han sido instruidos mínimamente para la “competividad”, para ser mano de obra en el mercado. Por consiguiente, tampoco disponen de los dispositivos subjetivos para lidiar con los problemas de la vida cotidiana, mucho menos con un estado de emergencia.
Los segmentos poblaciones excluidos en nuestras sociedades raramente han sido una prioridad de los partidos gobernantes latinoamericanos; en algunos casos, compromisarios de corporaciones; en otros, convertidos ellos mismos en corporaciones estatales. Ni siquiera la emergencia de una crisis sanitaria, como la actual, ha modificado de modo significativo esta situación.
Al inicio, en sentido general, los gobierrnos latinoamericanos subestimaron y ocultaron la crisis para no “asustar a los mercados”. En medio de la misma, se tomaron medidas económicas para proteger a las clases económicas más consumidoras y por lo tanto, las garantes del modelo económico. Las pocas decisiones de inversión social en medio de la crisis, dirigidas a los grupos olvidados del ordenamiento político, se realizan sin obviar la obtención del capital político y limpiar la imagen mediática.
Mientras tanto, los menos pudientes son arrojados a luchar sin cuartel contra una adversidad percibida como cuasi sobrenatural, porque dichos grupos viven, resituando el concepto de Moira Pérez y Blas Radi, dentro de un “espejismo hermenéutico”.(https://www.aacademica.org/moira.perez/49.pdf). Es decir, los segmentos poblacionales más vulnerables sufren una experiencia social ininteligible para ellos mismos porque la misma se encuentra distorsionada en el espejo de los discursos generados por las instancias del poder político.
A las carencias hermeneúticas se suman las privaciones objetivas de una población sin recursos para costear los servicios de salud en sociedades que han sido entregadas a las draconianas administradoras de riesgos de salud (ARS).
En La peste, Camus narra una de las principales tragedias de los habitantes del pueblo de Orán, el hecho de que, acorralados por la pandemia, separados de sus seres queridos en un aislamiento social extremo, se van convirtiendo en objeto del olvido. Las situaciones de emergencia o estados de excepción inrumpen de modo violento en nuestra cotidianidad y lesionan nuestras tendencias a la empatía y a la solidaridad.
En este momento, se hace necesario un cambio radical de las políticas públicas. Además, un segmento importante del sector privado, que ha acumulado riquezas durante tantos años y todavía pretende sacar ventaja de la crisis (ARS, clínicas y laboratorios privados, industrias hoteleras, entre otras empresas), entiendan que su sobrevivencia a largo plazo depende de un rescate colectivo que no olvide a las mayorías, lo que dada las circunstancias actuales, conllevará sacrificios y concesiones en detrimento de sus ganancias particulares.
Enfrentamos, además del problema real de la desacelaración económica con sus terribles secuelas sociales, el hundimiento espiritual generalizado que estas crisis conllevan para la mayoría de los sobrevivientes, aquellos que no pueden pagar coaches, ni chamanes de la Nueva Era.