“Palemón el estilista” es un poema del colombiano Guillermo Valencia que me persigue desde que tengo memoria. Se trata de un texto irreverente, delicada y cómicamente irreverente, que se escribió en una época (1907) en que la influencia del clero campaba por sus fueros y pudo haber sido objeto de censura si la fama y la influencia del autor no lo hubieran protegido con un manto de relativa impunidad.
Los estilitas o anacoretas eran monjes cristianos que vivían en lugares apartados, “dedicados a la contemplación, la oración y la penitencia”. Algunos llegaban al extremo de establecer su residencia “sobre una plataforma colocada en la cima de una columna (stylos en griego) permaneciendo allí durante muchos años e incluso hasta la muerte”.
Palemón, el personaje histórico, vivió probablemente en la primera mitad del siglo IV, y predicó en la Tebaida, Egipto. Lo poco que se sabe de él se le atribuye a su agradecido discípulo Pacomio. A la hora de su muerte Pacomio estuvo presente “para asistirle y para enterrarle, después de haber visto que los ángeles llevaban su alma al cielo”. El hecho puede hoy mover a risa a los incrédulos, pero era algo muy frecuente en aquellos tiempos como demuestra Alban Butler en su monumental “Vida de santos”.
Palemón, el personaje del poema de Guillermo Valencia, es fiel hasta cierto punto al de la historia ejemplar, pero a la larga el autor se toma ciertas libertades y describe la supuesta caída del santo en la tentación de la carne, la liberación del “instinto maniatado”. Esto, por supuesto, no es obra de la casualidad como se explica en la cita que sirve de epígrafe al poema. Es obra del demonio:
“Enfuriado el Maligno Spiritu de la devota e sancta vida que el dicho ermitanno facia, entróle fuertemientre deseo de facerlo caer en grande y carboniento peccado. Ca estos e non otros son sus pensamientos e obras. Apeles Mestres –Garin”.
La presentación poética de Palemón el estilita no deja nada a la imaginación en esta obra de orfebrería verbal que va cautivando al lector por el lujo de detalles de las deslumbrantes imágenes y el ritmo de la historia, el dominio del tema:
Palemón el Estilita, sucesor del viejo Antonio, / que burló con tanto ingenio las astucias del demonio, / antiquísima columna de granito / se ha buscado en el desierto por mansión, / y en pie sobre la stela / ha pasado muchos días / inspirando a sus oyentes / el horror a los judíos / y el horror a las judías / que endiosaron ¡Dios del cielo! / que endiosaron a una hermosa / de la vida borrascosa, / que llamaban Herodías.
Palemón el Estilita «era un santo». Su retiro / circuían mercadantes de Lycoples y de Tiro, / judaizantes de apartadas sinagogas, / que anhelaban de sus labios escuchar / la palabra de consuelo, / la palabra de verdad / que nos salve del castigo, / y de par en par el Cielo / nos entregue; sólo abrigo / contra el pérfido enemigo / que nos busca sin cesar / y nos tienta con el fuego de unos ojos / que destellan bajo el lino de una toca, / con la púrpura de frescos labios rojos / y los pálidos marfiles de una boca. / Alrededor de la columna que habitaba el Estilita, / como un mar efervescente, muchedumbre ingente agita, / los turbantes, los bastones y los brazos, / y demanda su sermón al solitario / cuya hueca voz de enfermo / fuerzas cobra ante la mies / que el Señor ha deparado / a su hoz, y cruza el yermo / que turbaron otros tiempos los timbales de Ramsés.
Y les habla de las obras de piedad y sacrificio, / de las rudas tentaciones del Apóstol y del vicio / que llevamos en nosotros; del ayuno y el cilicio, / del vivir año tras año con las fieras / bajo rotos quitasoles de palmeras; / y les cuenta lo que es sed y lo que es hambre, / lo que son las noches cálidas de Libia, / cuando bulle de planetas un enjambre, / y susurra en los palmares la aura tibia, / que provocan en el ánimo cansado / de una vida muerta y loca / los recuerdos tormentosos / que en los días pesarosos, / que en los días soñolientos / de tristezas y de calma / nos golpean en el alma / con sus mágicos acentos / cual la espuma débil / toca / la cabeza dura y fría / de la roca.
Ya se sabe, sin embargo, cuánto envidia la santidad y cómo actúa el demonio. Aquí gobernó veintidós años con el nombre de Balaguer y reencarna en casi todos los presidentes y figuras presidenciales. A Palemón se le apareció con traje de circunstancias exquisitamente femeninas. Ante la presencia de tan maravillosa criatura como la que Guillermo Valencia describe en versos memorables, Palemón no tenia la menor oportunidad. Se rendiría su alma a la tentación y el pecado, partirían la bella y la bestia hacia el goce infinitesimal de la carne, la consumación de la carne. El más espiritual de todos los pecados.
De la turba que le oía / una linda pecadora / destacóse: parecía / la primera luz del día, / y en lo negro de sus ojos / la mirada tentadora / era un áspid: amplia túnica de grana / dibujaba las esferas de su seno; / nunca vieran los jardines de Ecbatana / otro talle más airoso, blanco y lleno; / bajo el arco victorioso de las cejas / era un triunfo la pupila quieta y brava, / y, cual conchas sonrosadas, las orejas / se escondían bajo un pelo que temblaba / como oro derretido; / de sus manos blancas, frescas, / el purísimo diseño / semejaba lotos vivos / de alabastro, / irradiaba toda ella / como un astro; / era sueño / que vagaba / con la turba adormecida / y cruzaba / -la sandalia al pie ceñida- / cual la muda sombra errante / de una sílfide, / de una sílfide seguida / por su amante.
Y el buen monje / la miraba, / la miraba, / la miraba, / y, queriendo hablar, no hablaba, / y sentía su alma esclava / de la bella pecadora de mirada tentadora, / y un ardor nunca sentido / sus arterias encendía, / y un temblor desconocido / su figura / larga / y flaca / y amarilla / sacudía: / ¡era amor! El monje adusto / en esa hora sintió el gusto / de los seres y la vida; / su guarida / de repente abandonaron / pensamientos tenebrosos / que en la mente / se asilaron / del proscrito / que, dejando su columna / de granito, / y en coloquio con la bella / cortesana, / se marchó por el desierto / despacito… / a la vista de la muda, / ¡a la vista de la absorta caravana!…