El hecho de que este evento se realice en esta capital cabecera refuerza los agradecimientos que en particular le debemos al actual senador de la Provincia Duarte, Franklin Romero, al Ministerio de Cultura y al equipo cultural de la senaduría encabezado por mi viejo y querido amigo Mateo Morrison. Especialmente porque la proclama sea por ser la primera vez que se crea un Concurso Provincial de Literatura en esta ocasión de habérsele concedido el Premio Nacional de Literatura a un nativo de provincias que ha luchado toda su vida por la reivindicación del interior frente al todopoderoso centralismo, sentando con ello un precedente que ojalá siguieran en el futuro otras comunidades provinciales.
Dicho esto, recordemos que los concursos no son exitosos por la cantidad de concursantes, sino por la calidad de los trabajos presentados y premiados. Hay tiempo suficiente hasta el 30 de octubre para revisar y volver a revisar los textos, imprimirlos y depositarlos aunque todo esto es viejo para el país, refresca, y levanta el ánimo artístico en un momento de su mayor eclipse por el músculo y la farándula omnipresentes y omnipotentes.
Es además, un reto a los tantos talleres y grupos culturales que ahora proliferan, que tienen la oportunidad de demostrar si realmente estas estructuras están haciendo su labor: Que es la de incitar a la lectura y a la escritura con originalidad y belleza. Ya que como nos dijera don Sócrates Nolasco una vez: “Lo demás no vale la pena”. Eso solo justifica el esfuerzo y el gasto económico que todo concurso conlleva. Por eso esperamos esta aventura que hoy se inicia, sea coronada con el éxito de textos merecedores de ser antologados.
Recuerdos y vinculaciones macorisanas
Saludo en especial a esta ciudad querida, por haber odiado a los gobiernos de fuerza y a las arbitrariedades. Basta hojear la historia. Los héroes y mártires de esta demarcación bastarían para designarla Heroica y Rebelde por Antonomasia. Con solo decir que tanto en la Independencia como en Restauración dijeron presente antes que ninguna otra y que en la Guerra de Abril solo aquí y un conato en Pimentel, hubo acción liberadora causante de mártires y de prisioneros entre los cuales estuve una semana de angustias pero de orgullo patrio, junto a otros como Nelson Duarte que pagaron con su sangre el ansia de libertad nacional.
Digo estas palabras aprovechando esta oportunidad que no tuve cuando el anterior Senador Amílcar Romero creó el Paseo de las Estrellas del Parque, de hablar de mis vinculaciones de sangre y de cultura con esta ciudad.
En efecto, mi abuelo paterno era oriundo de este Rincón de Santa Ana. Su nombre de soldado raso en la Restauración no figura en el Monumento del Cementerio, cuyo nombre era Andrés Mora Díaz, hijo de Ramón Mora y de María Díaz, y hermano de Policarpio Mora, el tío Pulún, que si aparece como héroe de la Restauración en dicha columna y el agradable parquecito que lo recuerda. Mi abuelo, como muchos otros cibaeños, incluyendo mi bisabuelo materno, fue a Puerto Príncipe, que era la única gran ciudad de la isla, a vender productos que aquí no tenían salida, al revés de lo que sucede ahora, que son ellos los que vienen. De regreso se enamoró de Cecilia Jiménez Arnaud y se quedó en Bánica, donde había, y hay, una familia Mora, oriunda de las Islas Canarias. Precisamente, tío Pulún, tenía una finca en El Cercado, y complaciendo a su hermano que no aguantaba los enamoramientos de papá, de quien se decía quehabía Ocupado junto amigos haitianos a Cabo Haitiano, y existe la leyenda de que se llevó dos muchachas en una noche. Lo trajo y le encargó la finca, parece que con éxito, porque un día don Ventura Grullón me dijo que le ofreció la finca donde está el Barrio Esperanza para que asociara con él, y prefirió entrar a la guardia, porque lo suyo era el mando. Vino a principios del 1916, y lo de don Juan está justificado con su unión con Zoila Eduardo, que fue la madre de la Comadrona muy conocida y querida por varias generaciones: Ana Cecilia Mora, sobrina del no menos famoso y pintoresco personaje popular, servicial y muy querido en sus años de lucidez: Casimiro Eduardo, conocido como Casimiro el Loco.
Entrar al ejército y llegarle una invitación a ser Comisario de Pimentel, cambió la historia de la familia.
Mis primeros recuerdos de Macorís son de la infancia. Nos unía más que la carretera, el ferrocarril y los tranvías; la Estación estaba en la 27 de Febrero esquina Salcedo y justamente en frente la casa de la maestra Toní Bergés Fondeur ,que había casado con Damián Ramís, en Pimentel, que andando el tiempo sería la abuela de mi esposa Josefina Ramis Bruno, madre de mis 4 hijas Mora Ramis, Taiana, Odaína, Maricécili y Ana Patricia, que había sido a su vez la madre de crianza de mamá, y por eso le decía tía Toní, con visita obligada a la Vieja Felipa, curandera y partera, abuela de mi hermana Ana Cecilia, que vivía casi al frente en la Salcedo, donde murió y hoy es de sus hijas y nietos.
Esos viajes fueron en mi niñez temprana. Luego de paso para ir a Santo Domingo cuando tenía 4 años y a Santiago poco después.
Sin embargo, lo que sí me vinculó a la ciudad de mi ADN paterna fue el hecho de venir a continuar mis estudios normalistas o de secundaria a la Escuela Normal Ercilia Pepín a finales de 1947, como estudiante libre, residiendo en la casa de Ovidio Pérez y Corina Fernández hasta 1951, como pensionado familiar.
Vivir esos años mágicos de la adolescencia en aquella todavía pequeña ciudad donde casi todo el mundo se conocía y trataba, aunque ya empezaban a poblarse los nuevos barrios, como el San Martín de Porres, entonces Rabo de Chivo, que era nuestro para jugar pelota y comer guayabas y frutos silvestres más allá de donde estaba el estadio donde Mario Ortega, El Águila inolvidable como animador cultural, Julián Javier primer macorisano en Grandes Ligas, y tantos brillantes peloteros dieron alegría en la dictadura con sus enormes batazos, algunos de los cuales andarán por el espacio negándose a caer del cielo de mis recuerdos.
Era la típica ciudad donde todo sucedía en el centro y el parque, donde todo ocurría desde los reinados en el Club Esperanza, el Con las famosas retretas de excelentes músicos, los enamoramientos a los encuentros culturales con Pedro Sanz, el genial Pedro el Loco, que nos iniciaba, no solo en las hermosas bellaquerías de la vida con cuentos y poemas salaces, sino culturalmente. Podría decir, que mi primer maestro socrático fue ese. Recuerdo también la primera librería donde pude hojear libros y recibir lecciones de mi segundo maestro cultural: Alfonso Moreno Martínez, que había publicado su poema Palabras del hijo que no llegó a ser en el No 24 de agosto de 1945 de Los Cuadernos Dominicanos de Cultura.
Como había estudiantes de Salcedo como Manuel Antonio Tapia Cunillera y Miguel Ángel Ruiz Brache y Héctor José Rizek LLabaly de aquí, con quienes continuamos los estudios universitarios. En esos años tenía afanes literarios. Empezaba a escribir poemas y cartas líricas a las hermosas jóvenes de entonces. Esos maravillosos productos de las mezclas de españoles, árabes, chinos, italianos, y de todas las regiones del mundo y del país que venían a esta ciudad pujante comercialmente. Esas bellas muchachas venían a pasear sin distingos de posiciones económicas. Las retretas eran una institución social. A algunas que no piropeaba por timidez, les escribí esos versos y esas misivas por debajo de las puertas en la noche, en una época en que las gentes adoraban la poesía. En la escuela estaban los españoles de la diáspora de la guerra civil, y excelentes profesores. En especial maestras, que nos leían clásicos y que se preocupaban sobre todo por la gramática y la ortografía.
Como estudiante libre me “las curaba” yendo a las veras del Jaya o tomaba los caminos siguiendo la Calle Ancha internándome en los campos a leer bajo los árboles libros de aventuras. Yéndome a deambular por los caminos rurales, comiendo frutillas, guineos y naranjas en los cacaotales. En esos años entrábamos y salíamos de las fincas, de los conucos y los campesinos nos permitían disfrutar de lo que hubiera..
Buenos y queridos amigos, muchachas agradables, gentes amables, de ese Macorís de mi juventud literaria solo tengo hermosos recuerdos.
El Macorís del abogado, del Juez de Instrucción y del Ejercicio profesional
Más tarde, me tocó ejercer a partir de 1957 cuando tuve exequátur, en materia penal. Fueron los últimos años de gloria del Derecho en esta ciudad: Con un vibrante Vincho Castillo en plena juventud; la arrogancia oratórica del príncipe Fortunato Canaán; la sagacidad de José Tapia Brea; la jurisprudencia de un Antonio Guzmán o un Narciso Conde. De un Abel Fernández Simó; de un Papote Luna, pintoresco en su verbo; De los Moreno Martínez, Luis y Pilía, ya que Alfonso apenas ejerció; Manuelcito Tejada y en especial Gelo Vargas seguido de clientes campesinos, lo que hizo que un día el tremendo Jobito, otro de los brillantes de entonces, nos dijera al ver que pasaba por la calle Mella un entierro de pobres: Miren donde va Gelo Vargas con sus gentes. Era tal el fervor por lo que sucedía en esas audiencias que más que el cine o el parque eran el mejor entretenimiento. Nada de lo de hoy se le puede comparar.
El encuentro con los viejos amigos, los buenos momentos con Alberto Joa, que llamaba a mi padre como primo, lo que nos acercó y nos hizo hacer amistades con sus hijos Menfá y Minchón. Como ya iniciaba la bohemia en las mesas de tragos y de amigos, eso me propició nuevos contertulios.
Empero, la relación especial fue en 1963 cuando me nombraron Juez de Instrucción del Distrito Judicial, en un momento muy difícil, que pude capear, a pesar de las amenazas de los catorcistas, debiendo recordar a mi luego querido amigo Ramoncito el Aruñao, ya que no sabían que tenía las mismas ideas nacionalistas y sociales que ellos, algo que al cabo del tiempo comprendieron. Sobre todo cuando me enceraron durante la Guerra de Abril por una semana, por esas ideas que todavía mantengo.
De ese modo era de nuevo macorisano. Esta vez viví en la pensión de Anita Polanco, volviendo a sentir las vibraciones juveniles, con otras armas: La bohemia y un cargo público importante. Era joven soltero. No se puede decir lo que disfruté entonces, empero, puedo decir que en ningún otro lugar disfruté más mi juventud que en ese Macorís. No había mucho ambiente cultural, sin embargo, estaba Luis Chabebe, todavía vivía Melba Marrero de Munné, aunque nunca la visité, nos escribimos y hablamos por teléfono y cuando murió escribí un pequeño panegírico que leyó Chico Córdova por la Voz del Progreso, pero no pude hacerlo en el cementerio, porque Triffón pidió que nadie hablara. Recuerdo que comenzaba así: “Yo vi la tarde amortajada de crisantemos y me dije: Alguien que te amaba mucho, Macorís, ha muerto”. Años después lo recuperó doña Violeta Martínez de Ortega y debe estar entre sus papeles en La Joya.
Como Juez de Instrucción renuncié el mismo día del golpe de Estado a Juan Bosch. Si no fui el único, fui el primero que lo hizo en el país.
Ya las vinculaciones macorisanas eran de otro nivel. Por eso, cuando decidí mudarme con mi familia para que mis hijas pudieran asistir a los colegios excelentes que había entonces, y deben existir ahora, por tradición, me quedé diez años: desde 1974 a 1984, aunque por razones parecidas nos fuimos a Santo Domingo para que mis hijas siguieran estudiando. Anque seguí teniendo mi oficina al lado de la de mi maestro verdadero de derecho civil: Don Antonio Guzmán López, en el local de la Asociación Duarte de Ahorros y Préstamos, que había sido de Pilía Moreno Martínez.
Desde entonces ya no era solo Macorís, era Mi Macorís, que ha ido cambiando, que ha ido progresando, pero que para mí, junto a Cayo Claudio Espinal, particularmente, ese magnífico poeta, merecedor de todos los premios literarios del mundo, con quien me unió una amistad desde sus días de estudiante, y el grupo de intelectuales encabezados por Narciso Conde Pausas, Abelito y Alfredo Fernández Simó, de nuevo Luis Chabebe, mis chinos, mis turcos, mis viejos amigos. Los jóvenes pujantes en las letras como Orlando Morel, Ricardito Rojas Espejo, Luis Ovidio Pérez, y los que luego fueron surgiendo, pero en especial las relaciones con Fellito Ortega y Violeta Martínez que nos dejaron a La Joya en su Rancho Amalia como un oasis cultural: Allí Freddy Gatón Arce, Aida Cartagena Portalatín, Manuel Rueda, Antonio Zaglul y familia y otros más. Y aquel encuentro con Franklin Mieses Burgos, Freddy Prestol Castillo, Rubén Suro o luego con Freddy Gatón, Antonio Fernández Spencer, Federico Henríquez y Gratereaux y un rosario de intelectuales y escritores.
En fin, creemos que ha sido refrescante que me hayan dedicado este concurso, porque el solo hecho de hacerme revivir tan hermosos momentos que “nadie me disputará jamás”, con la intensidad de todo orden en este Macorís rebelde, de héroes y mártires, comienza a colmarme de honores, que no creo merecer por este Premio Nacional de Literatura que nunca he creído merecer, haciendo que el crepúsculo de mi vida se convierta en un año inolvidable.
Muchas gracias Senador Franklin Romero, al Ministerio de Cultura y al equipo cultural del primero.