Leyendo detenidamente a Pedro Henríquez Ureña, al lector crítico le llama la atención que en uno de sus textos el gran humanista se haya valido de metáforas cargadas de violencia simbólica para explicar los orígenes y evolución del español en la República Dominicana: “Santo Domingo se defiende como cien años antes, resistiendo la influencia del idioma extranjero, viendo en el español su única arma, su único escudo, dentro y fuera del país” (1940). ¿Habrán cambiado las cosas?
Pasemos revista al paisaje lingüístico-político dominicano actual. En un artículo publicado en este medio (2014), el crítico literario y lingüista Diógenes Céspedes señala como “la defensa del idioma oficial” consiste en “la censura del habla cibaeña y el creole haitiano en nuestro país.” La lingüista dominicana Jacqueline Toribio (2008) incluye en su corpus la siguiente muestra de auto-odio lingüístico de un hablante: “los dominicanos tenemos el problema que hablamos con faltas ortográficas… [¿] No es verdad [?] Aquí se habla con falta ortográfica, no solo se escribe, sino que se habla también.”
En otra encuesta de Toribio y su colega de 2013, en una zona de contacto lingüístico del Cibao, un niño de once años respondió a la pregunta: “¿Tú quieres aprender haitiano?” con la siguiente respuesta: “no porque después se lo llevan [a uno] para Haití.” Como contraste, otro encuestado, un joven de trece años, contestó afirmativamente a la misma pregunta con la siguiente respuesta: “porque cuando unos haitianos están hablando y quieren matar a uno, uno se comunica con ellos.”
Con algunas notables excepciones, la concientización lingüística del dominicano, desde el siglo diecinueve hasta hoy gira en torno a la construcción de la identidad nacional que principalmente ocurre en un clima cultural e ideológico de violencia simbólica mejor conocido como “el antihaitianismo.” No es la única ideología pero es una de las principales. Las prácticas discursivas articuladas por dicha ideología, según una encuesta auspiciada por el ministerio de economía, incluyen: 1) hablar mal de Haití; 2) hablarles mal a los haitianos; y 3) tratarles como inferiores (D’Oleo Ramírez, 2011). En términos concretos, una de las encuestadas por Petrozziello y Wooding (2011) reporta: “me dicen malas palabras, me insultan, a veces estoy caminando y me tocan las nalgas, la vulva. A veces ellos me agarran la mano y halo mi mano y me dicen palabras sucias.” Esto es un ejemplo de la interacción entre los distintos tipos de violencia normalizados por dicha ideología.
No obstante, hagamos una pausa para considerar algunas de las excepciones al antihaitianismo. El filólogo Carlos Larrazábal Blanco enfatizaba: “el trasfondo afro-francés [afro-haitiano] de la cultura popular dominicana nace, necesariamente del simple contacto fronterizo, que cuando es vivo y de presión, como en este caso, no puede rehuirse […] Ambos fondos, el hispano y el francés [haitiano], a través de toda clase de convivencias que diluyeron el uno en el otro para contribuir en mucho al aspecto afro-dominicano actual.”
En el reciente corpus de Toribio y Bullock también encontramos la siguiente muestra de aceptación lingüístico-ideológica entre los hablantes: “aquí ya los haitianos ya se han hecho procedentes de aquí de República Dominicana y se hacen amigos de uno y aprenden nuestro idioma. Ellos quieren aprender nuestro idioma y nosotros también deberíamos aprender de ellos.”
Si bien es cierto que muchos haitianos y dominicanos han convivido en bastante paz y en bastante armonía, como enfatizan Silvio Torres Saillant (2015) y Dió-genes Abreu (2014), también es cierto que el clima que históricamente construyen ambas oligarquías y sus intelectuales arrendados o subarrendados es de miedo, de violencia, de odio y de auto-odio entre las masas.
Podríamos seguir mostrando, comparando y analizando ejemplos pero lo transcendental ya lo hemos elaborado en otros foros y publicaciones. No cabe duda, que la gran mayoría de los filólogos dominicanos, devotos de un Pedro Henríquez Ureña fetichizado, reproducen este discurso metalingüístico bélico que con el paso de los años y las correspondientes intervenciones continúa articulando la ideología oficial dominante con la opinión pública en relación a la presencia afro-haitiana en la sociedad dominicana. Dicho paradigma sigue vigente y continua contribuyendo a la mediación de la violencia institucional y la violencia simbólica dentro de la isla y en sus respectivas sociedades. Así lo reconoce una lectora de Acento.com cuando subraya, refiriéndose a un artículo titulado “Ofensiva de radicales haitianos abona el odio y la confrontación: análisis de Juan Bolívar Díaz:” Dicha lectora comentó: “este articulo contribuye al ambiente de odio y persecución que se vive en RD” (B.B.: 1 marzo 2015).
¿Cómo descomponer este paradigma reinante? ¿Cómo combatir estos perdurables sistemas y culturas de violencia simbólica? No va suceder de un día para otro pero las sugerencias de Dió-genes Abreu son atendibles. Aludiendo a la reacción humanitaria de muchos dominicanos tras el devastador terremoto del 2010, Abreu (2014) elabora el discurso de “sin haitianidad no hay dominicanidad” y propone “un terremoto ideológico que pulverice nuestros prejuicios.” Obviamente, el activísimo cívico y comunitario, la buena voluntad de muchos dominicanos y las obras de los intelectuales críticos comprometidos tienen mucho que contribuir al proceso de cambio social pero, a la franca, el proceso de desmontar el paradigma dominante no prescindirá del uso y despliegue de metáforas altamente cargadas de poder simbólico: “si me matan, sacaré los brazos de la tumba y seré más fuerte.” Esta frase se le atribuye a la disidente dominicana Minerva Mirabal, quien, junto con sus dos hermanas (las tres asesinadas por órdenes del dictador), se convirtió en símbolo internacional contra la violencia de género. Por lo tanto, aun cuando cultivemos un jardín de rosas blancas, un jardín de nuevas metáforas, no dejemos de atender al funcionamiento y mecanismos del orden de las cosas, para no terminar reproduciéndolo y seguir ahogándonos en el mismo pantano ideológico-político.