Los dominicanos que ya cruzamos el umbral cronológico de los 50 años hemos sido testigos de cambios significativos en la vida cotidiana del país. Un simple ejercicio retrospectivo nos expone a un contundente golpe de nostalgia, sino a un grave sentimiento de pérdida.
En mi niñez, en esos añorados años en Los Arroces, Bonao, la vida transcurría tranquila, solo alterada por las noticias de la represión política, los asesinatos de izquierdistas, el calvario de madres y novias que clamaban para saber el paradero de sus hijos, hermanos y parejas presos de manera irregular o desaparecidos para siempre, las comisiones investigadoras y todo el menú que usaba el gobierno encabezado por Joaquín Balaguer para mantenerse en el poder, a costa de cualquier cosa, aún fuera la vida de miles de jóvenes que no podían soportar la idea de ver el país avanzar por el camino pedregoso del entreguismo y la corruptela generalizada.
Pero a la par con ese cuadro desgarrador, de sangre y llanto, existía la esperanza de que una vez derrotada la dictadura balaguerista, llegaría el tiempo de la democracia, el país se reunificaría y avanzaríamos hacia una sociedad de libertades y de progreso, libres ya de los “remanentes del trujillato”, con leyes democráticas, con presidentes jóvenes, progresistas, y muchos, muchísimos hasta soñábamos que “la revolución triufará, para redimir a este pueblo”.
La dictadura cayó en 1978, y hubo logros significativos en términos de libertades, de importantes avances en la democratización del Estado. Sin embargo, se fueron a pique los sueños de institucionalidad, de construcción de un país donde se garantice la aplicación de las leyes para que “el que la haga la pague“, de un gobierno que vele por el interés nacional, que defienda los bienes de las mayorías, que sus funcionarios no se roben lo que es de todos.
Y como parece que nos han convencido de que padecemos miopía política y no podemos mirar hacia delante, entonces regresamos a Balaguer. A buscar donde no había. Y cuando ya no le fue posible sostenerse más, luego de las cuestionadas elecciones de 1990 y 1994, en 1996 pasó la antorcha del poder a sus herederos, garantizándose así impunidad y conveniente recomposición del poder.
Eso funcionó, y nuestros políticos confían en que nosotros, los ciudadanos, con una campaña electoral “bien llevada“ olvidamos todo, y volvemos a elegir lo mismo. Y si no, miramos atrás y traemos a otro que ya mostró cuál es su librito. Pero tantas malas artes tienen sus efectos secundarios. Esa sensación de que aquí “con cuarto y poder” todo se puede, sumado a la pérdida de otros valores esenciales y a la inequidad en que amplios sectores de la población se desenvuelven, han desbordado el raterismo, la delincuencia callejera, y de paso han traido consigo desesperanza, miedo y frustración a un segmento mayoritario de ciudadanos, que no ve en el horizonte señales de que la situación mejorará en corto o mediano espacio de tiempo.
Al día de hoy, indignados muchos, aterrados otros, llenos de miedo la mayoría, nos preguntamos cómo hemos llegado a este estadío de violencia, de inseguridad ciudadana, de delincuencia generalizada. Y desesperados ante la incapacidad del Estado de garantizar la seguridad en las calles, acudimos a ideas aberrantes como linchamientos, tomar la justicia en las manos, o exigir pena de muerte para cualquier “delincuente común” (que es lo mismo que decir delincuente pobre).
De un país lleno de esperanza en el porvenir, aún en tiempos de represión y muerte como aquellos años, hemos arribado a esto, una nación donde una gran parte de ella tiene sus ojos en autoexiliarse en cualquier país que les garantice seguridad. Hemos llegado a ser un conglomerado en que un importante segmento de sus jóvenes no confían en su potencial como catalizadores de los cambios necesarios para convertir la República Dominicana en el país que hemos soñado.
Se hace urgente que toda la clase dirigente haga un alto en el camino y se revise. Que asuma un mea culpa y se disponga a construir una nueva manera de ejercer la política con un alto sentido ético, para garantizar que esa otra parte importante de la juventud que estudia, que trabaja duro, que emprende y cree en el país se quede y no emigre; para que los empresarios que apuestan al desarrollo y crecimiento económico compitan con equidad, libres de chantaje y competencia desleal auspiciada por otros en connivencia con politicos inescrupulosos.