Esta semana, por tercera vez en una década, el Presidente de la República observó una reforma al Código Penal que mantiene la prohibición del aborto sin excepción. Ya lo habían hecho Leonel Fernández en el 2006 y el mismo Danilo Medina en el 2014, lo que significa que tres Congresos diferentes, en tres momentos diferentes, tomaron la misma decisión, aparentemente sin consultar o sin acatar las instrucciones de su jefe político del momento, al que normalmente obedecen sin chistar.
En un artículo anterior (1) yo me devanaba los sesos tratando de entender las causas de este extraño proceder de nuestros congresistas, que rompen su tradición gomígrafa cada vez que se les presenta la oportunidad de aprobar uno de estos engendros jurídicos penalizadores del aborto. ¿Por qué a esta gente, que con honrosas y muy contadas excepciones ha demostrado no tener principios ni escrúpulos, les coge con apoyar las más severas restricciones al aborto, aún sea en abierto desafío de los deseos de su Presidente (ni menciono los deseos de la ciudadanía porque sabemos que esos no cuentan)?
Después de sopesar múltiples alternativas, la única explicación que me hace sentido es que ellos se creen que condenando el aborto terapéutico y cacareando ante las cámaras su compromiso con la vida se dan un barniz de decencia y moralidad. Esta fantasía solo se la creen ellos, claro está, porque los demás reconocemos en el Congreso de la República la más perfecta expresión de la degradación en que está sumida la clase política dominicana. La imagen putrefacta del Congreso no se va a rehabilitar con un amaraco de ética cristiana, mucho menos cuando éste implica una violación grosera de los derechos humanos de la mitad de la población.
Además de ser un adefesio disfuncional que le sale extremadamente caro a los contribuyentes, el Congreso se ha convertido en un obstáculo inmenso al avance democrático del país, que para todos los fines prácticos hace tiempo dejó de contar con uno de los tres poderes del Estado. Y últimamente, gracias a los cultos legisladores que se encaraman en sus curules a vociferar insultos o se sacan las correas para amenazar a diputadas opositoras, se ha convertido también en un circo de mal gusto.
Por eso, uno de los desafíos más urgentes que tenemos los dominicanos es elevar la calidad humana, política, profesional y ética de las personas que llevamos al Congreso. Visto que la membresía actual es justamente la clase de gente que a los partidos políticos y a los poderes fácticos les conviene tener en la función legislativa; vista la alarmante cantidad de ciudadanos dispuestos a vender su voto por 500 pesos y un picapollo; vista la calamitosa situación del sistema educativo nacional, a años luz de formar ciudadanos con conciencia crítica; y vista la impunidad desenfrenada que sirve de principio rector del sistema político dominicano, las perspectivas de adecentar la representación congresional a corto plazo son realmente deprimentes.
Pero al menos podríamos recriminar con más frecuencia a los partidos políticos por llevar esa clase de gente al Congreso, así como a sus cómplices en el empresariado y la Iglesia que tanto se benefician con las exoneraciones, las subvenciones, las asignaciones, las privatizaciones, las contrataciones y demás obsequios que les hacen los legisladores con los recursos del pueblo. Y ni hablar de los aliados que les nombran en las Altas Cortes y otros puestos estratégicos del Estado, como acabamos de ver con la designación de El Ungido de Dios y del CONEP en la jefatura de la JCE.
También podríamos ser menos complacientes y dejar de seguirle la corriente a los poderes fácticos, sobre todo cuando se visten de sociedad civil para promover sus “agendas democráticas”, que tan escasos beneficios suelen brindarles al país. Y francamente, es hora de reconsiderar los privilegios que el sistema político concede a las iglesias, particularmente cuando éstas se creen con derecho de utilizar el aparato coercitivo del Estado para imponerle sus dogmas al resto de la población.
A lo largo de la historia, las religiones abrahámicas han mostrado una clara inclinación a imponer sus creencias a la fuerza. Esta tradición de intolerancia sigue presente entre los líderes católicos y evangélicos del país, a quienes les resulta imposible aceptar que, en una sociedad democrática, las libertades individuales están por encima de su autoridad moral como jefes religiosos. Por eso ya anunciaron su intención de acudir nuevamente al Tribunal Constitucional y por eso siguen tratando de desacreditar a los partidarios de la despenalización por causales, sobre todo a las feministas, a las que tildan de asesinas de bebés, de “androfóbicas” deseosas de eliminar a las criaturas desde el útero (Fidel Lorenzo), de ser personas sin conciencia que nos dejamos guiar “por los intereses de clínicas abortistas, de negocios internacionales [y de] personas que no aman la maternidad” (Conferencia del Episcopado) (2). ¿Será que para llegar al Reino de los Cielos habrá que vivir primero en el Reino de los Embustes?
NOTAS
(1) “¿En qué estarían pensando los diputados?”. Acento, 28 de julio de 2016, http://acento.com.do/2016/opinion/8368310-estarian-pensando-los-diputados/
(2) Rosa Alcántara y S. Paniagua, “Religiosos rechazan observación de Danilo a penalización aborto”. Hoy, 21 de diciembre 2016, pag. 4-A.