Cada día
el Sol alumbra a un niño
llamado mañana…
Adonis
Junio 21 –solsticio de verano, del latín solstitium, Sol quieto– es el día más largo del año en el hemisferio norte; el de más luz y el que marca no sólo la muerte de la primavera bajo las llamas del astro rey, sino el inicio o final de un algo, indicio de un tiempo que renace con el arribo de nuevos olores y nuevos humores. Cambio de aires y esperanzas, pues, es esta fecha que nuestros antepasados celebraban encendiendo fogatas a las deidades de turno a fin de simbolizar el poder del Sol y ayudarle a renovarse.
Los habitantes de Mesoamérica y en particular los aztecas, conocían del amplio ciclo de vida solar acaecido a través del año, justamente la base del calendario moderno; y entendían también que la supervivencia del Universo dependía de él. Temerosos, anticipaban preocupados que el Sol no regresaría a su esplendor total ya que a partir del solsticio veraniego los días se harían progresivamente más breves, y, con ello, crecería la agonía de la naturaleza amenazada por el frío y la oscuridad.
Durante esta fecha (“la puerta de los hombres”, en el lenguaje del pensar helénico), de acuerdo a los geógrafos el eje de la Tierra está inclinado 23.5° en dirección al Sol, la estrella mayor que ese día se mueve desde una posición perpendicular sobre el trópico de Capricornio en dirección al trópico de Cáncer. El 21 de diciembre, por su parte, ocurre lo propio durante el verano austral en el hemisferio Sur, territorio donde los incas celebraban la ocasión con la ceremonia de Inti-Raymi, “Fiesta del Sol”, en la explanada Saccsayhuamán cercana a las colinas de Cuzco en pleno centro del Imperio. Así mismo, las expresiones paganas de estas creencias se remontan a los ritos célticos de Beltaine, a las fiestas griegas ofrendadas a Apolo, a las romanas dedicadas a Minerva hasta llegar al culto de la Noche de San Juan incorporado a las tradiciones cristianas en la España del siglo XII.
Sería justo admitir que el paralelo establecido entre las coordenadas geográficas norte-sur y la simbología que en nuestro imaginario arrastran los pueblos americanos desde Puerto Toro, Chile, hasta Alert, Canadá, provoca la meditación sobre el justo lugar que ocupa la idea del solsticio en esta época presente. En tiempos de satélites geoestacionarios e imágenes digitales ubicuas en un mundo virtual que hace mucho dejó de ser poético, ¿cuál sería el significado de la implícita renovación arrastrada por los solsticios? Las distancias recorridas por el Sol entre trópico y trópico, cada una de las estaciones, ¿son acaso páginas en blanco que nos tocará llenar de sueños? ¿Es ese Sol dios sacrificado el símbolo del renacer eterno de la luz, la renovación de nuestro ser interior, fotosíntesis y combustión aparte?
A través de los tiempos la llegada del verano y la mutación de las estaciones provocaron a filósofos, pintores y poetas por igual; entre estos últimos se destacan tres en particular: Neruda, el mexicano Tomás Segovia y Adonis. El primero, como revelan muchos otros de sus textos, abraza la naturaleza de la estación, la frutal en este caso, a fin de aproximarse a la amante deseada: “Oh verano / abundante, / carro / de / manzanas / maduras / bocas / de fresa / en la verdura, labios / de ciruela salvaje”. Segovia, por su parte, penetra metafóricamente a otras profundidades del universo veraniego casi bordeando lo ontológico: “Ha de quedar ardiendo en su alta intemperie / que es la misma intemperie donde el verano y yo / hemos dormido hablado edificado juntos / Esa misma en que miro reunidos / Mi solsticio y la sombra donde avanza”. Y el siempre exquisito Adonis resume apenas en un verso la cíclica relación de la naturaleza con los astros y el hombre que itinerante, hace de la vida una sucesión de estaciones: “El invierno es soledad, / el verano migración. / Entre ambos, la primavera es un puente. / Sólo el otoño se adentra en todas las estaciones”.
René Magritte, aquel belga mago de la pintura conceptual también interesado por la luz y los astros, nos legó una obra de aparente simpleza gráfica, “The banquet” (1958), que aún desconociendo la alegoría que provocó a su autor, a nuestro modo de ver narra a plenitud algunos de los portentosos rasgos del astro que nos ocupa. En ella, un imponente Sol rojo se planta entre el bosque y el crepúsculo, escena que está siendo admirada desde un balcón por un observador ausente. Se trata de realidad versus arte, del dilema abrazado por los pintores modernistas quienes rechazaban la expresión de la naturaleza en cualquiera de sus formas a fin de favorecer ese afanado realismo que les encomiaba a plasmar los sentimientos y las emociones, en este caso el asombro ante la muerte de la luz “banquete” del pensamiento. Obsérvese que si bien es cierto que el canon circunscribió a Magritte dentro de la corriente surrealista, su trayectoria pictórica estuvo más cercana a la representación del entorno sin encasillamientos y sobre todo, al puro cortejo del observador a través de imágenes que como sucede en este caso, no son más que insoslayables provocaciones al pensar.
El Sol, esa masa de hidrógeno y helio que concentra en su interior el más poderoso campo electromagnético del universo conocido por el hombre, está colocado estratégicamente a 150 millones de kilómetros de nuestro planeta en pleno centro de la galaxia; según los astrofísicos, cuando la fusión interna de sus componentes cese, presuntamente dentro de cinco mil millones de años, su dimensión se agigantará hasta engullir las órbitas de Venus, Mercurio y la Tierra convirtiéndose en una inmensa y poderosa estrella roja, como la de Magritte.
Los astrónomos saben desde hace tiempo que el Sol es metáfora por antonomasia: poseedor de recursos intrínsecos a su estructura física como los ya mencionados y gracias a la refracción de la luz, la formación de cristales de hielo y curiosísimos halos prestos a cubrir su entorno troposférico, en ocasiones adquiere el velo de subyugantes imágenes en el firmamento ―verdaderamente metafóricas en el pleno sentido de la palabra―, entre ellas la más conocida y buscada en ambos lados del globo terráqueo: la aurora boreal; fulguraciones radio magnéticas del viento solar que junto a la aceleración de sus electrones en la magnetósfera provocan la aparición de este mítico fenómeno, dragón celestial para los antiguos chinos.
Colofón. Entre Venus y Minerva, fueron trópicos también los que en un tiempo me separaron de quiméricas muchachas de ojos color azul bandera, mas es todo un solsticio, además del mar, lo que ahora alumbra al niño soñador de mañanas y al terco adulto incesante inquisidor. A ese que pregunta si aquel Sol convertido en bola de fuego rojo logrará devastar nuestra mera existencia o, si tal cual la Aurora, renovará la esencia humana.