Mi amigo Pablo es un bebedor entusiasta y un gran conversador (¿debería escribir mitómano?). La última vez que nos vimos me contó que lo habían invitado a un congreso universitario en un rincón perdido de Estados Unidos: «No te digo dónde para no desprestigiar su primitivismo, conténtate con saber que por allí pasa un río famoso y hasta literario», me dijo frente a unas cervezas.
–Ríos gringos– parece clase de geografía, ¿sería el Mississippi por aquello de Faulkner y Twain o el Bravo, que es el muro del migrante? – Le pregunté.
–Todos son lo mismo, agua que pasa, ¿nunca has visto uno? –Me miró casi con desprecio–. Estaba cubierto por un paisaje mitad bucólico, mitad urbano, por no decir pueblerino. Ya sabes, el puentecito de hierro, los arboles a las orillas, la corriente grisácea, pero no me interrumpas ni me preguntes si me bañé en él, ni que fuera Heráclito…
Resulta que se había confundido con las fechas, así que llegó tres días antes de que comenzara el show: «Imagínate, la chica que me debía asistir tardó menos de una hora en mostrarme el campus, en presentarme al decano (un tal Mr. Henderson, calvo y simpático), al director del congreso, etc. Después ya no sabía qué hacer conmigo. Para quitarle estrés le dije que me dejara descansar en mi hotel (el veintiúnico de la comarca, claro está) y pulir mi ponencia». Aunque Pablo se aburrió de tanto mirar la pared violeta del cuarto. Se asomaba a la ventana y nomás veía las camionetonas circular por la Main street y le volvía una picosa desazón.
Se dispuso entonces a caminar por allí. Andar hasta donde los pies aguantaran. A los pocos metros entró en una grocery a comprar una manzana. Era roja, brillante, espectacular. A la segunda mordida confirmó un gusto a plástico, un plástico muy limpio (¿esterilizado?) así que la fruta fue a dar al cesto de basura, aunque estuvo a punto de arrojarla al río y la caminata terminó en un parquecito, el square Jefferson o Jackson, donde se puso a leer y a preparar su texto…
Pablo hablaba y hablaba del poblado (sin dejar de beber); del calor húmedo y extraño en aquellos días de septiembre; de los jóvenes que veía en el parque paseando a sus perros de sedosos pelajes; del campus, donde tendría lugar el simposio (era el único hispanohablante de los quince invitados); de la cafetería, donde apenas si soportaba el meatloaf con puré de papa, que el cocinero preparaba no machacando éstas sino echándole agua a un polvo blancuzco que sacaba de un bote tenebroso; de los estudiantes que hacían sus tareas con el celular…
–Me estás cuenteando, todo eso se parece a un libro de José Agustín – le espeté para que detuviera su monólogo–. Me refería a Ciudades desiertas que narra cómo las relaciones de Eligio y Susana se desmoronan cuando ella se va a una universidad en Gringolandia; sin siquiera despedirse. Entonces lo oía y pensaba en la novela, en Eligio buscando a Susana, en Susana perfeccionando su escritura y escondiéndose de Eligio en las entrañas mismas del imperio…
Claro que Pablo no huía de su pareja machista que le impedía crecer como escritora, pues para empezar era alérgico al matrimonio y además repudiaba con autentica devoción a dicho gremio, pero la pueblerina universidad de Pablo y Susana, donde todos estaban convencidos que America is the greatest place in earth parecía la misma…
El whisky que había comprado en el aeropuerto y del que pensaba disfrutar a la vuelta, apenas si duró un suspiro: «Era la mejor forma de alegrar el paisaje», se justificó al tiempo que pedía otra ronda. Esa noche decidió ir a beber al bar que le habían recomendado, que además cerraba tarde (a la media noche en punto).
Entre los cristales vislumbró un lugar equis, sin nada de corazón pero con una mesa de billar y una mezcla de jóvenes y veteranos que bebían sin ánimo. Entró como Pablo por su casa pero un fortachón le pidió su ID. La expedida por el Gobierno de la Ciudad de México no era suficiente, ya que sólo se admitían licencias de USA o en su defecto el pasaporte. Ese ya lo enseñé en migración, dijo e insistió en entrar, pero el tipejo conocía su chamba y le torció el brazo invitándolo a no volver. Mi amigo lo insultaba (en español, sino lo hubieran maltratado más) y se quejaba de discriminación, hasta que un viejecillo cariñoso intervino. Era el decano, que se deshacía en mil perdones e inclusive aclaró que la cuenta correría a cargo del congreso…
–Sabes, el pasaporte lo traía en la otra bolsa del saco, pero no me dio la gana de mostrarlo –concluyó alzando su tarro–.