El anuncio sobre un nuevo periplo presidencial de diez días por lejanas tierras donde, para ser generoso con las palabras, no hay mucho que buscar, ha caído en los ambientes políticos, empresariales  y de la sociedad civil, como un balde de agua helada.

Se produce en medio de una generalizada consternación por la propuesta de nuevas cargas impositivas, que se intentan justificar en la necesidad de llenar el déficit presupuestario provocado por el gasto excesivo en la esfera pública.

Según el gobierno, este nuevo paquete tributario es la única garantía a mano para preservar la estabilidad macroeconómica, el cuco con el cual la administración suele periódicamente asustar a los agentes económicos para obligarlos a aceptar cuantas reformas fiscales promueve el gasto público superfluo, fuera ya de todo control.  

Como en tantas otras ocasiones anteriores, la propaganda oficial señala como uno de los propósitos del viaje promover al país como receptor de inversión extranjera. Pero debe ser muy poco el poder de persuasión presidencial si necesita ir tantas veces a España y Francia para alcanzar ese propósito.

Además, es poco probable que exista esa posibilidad en Palestina, otro de las paradas anunciadas, cuyo gobierno requiere de mucha ayuda internacional para atender las necesidades de una población bajo guerra y tensiones permanentes, con buena parte de ella hacinada en campos de refugiados en Gaza.

Este viaje, obviamente, no ayuda mucho al gobierno en su esfuerzo por agenciarse nuevas fuentes de ingresos fiscales, porque sería casi imposible conciliar las razones esgrimidas para sustentar los nuevos impuestos con el gasto que implica la movilización de recursos que demanda cada viaje  como el anunciado.

La falta de austeridad característica de toda actividad gubernamental, tiene ya un alto costo para la nación y la causa oficialista.