A menos que  siga siendo el “pedazo de papel” que siempre ha sido, la discusión alrededor de la sentencia de la Corte Constitucional que despoja de su nacionalidad a hijos de ilegales haitianos nacidos en territorio dominicano, me parece irrelevante e innecesaria. Y hago la afirmación porque la Carta Magna vigente señala explícita y tajantemente, sin espacio para discusión alguna, que aquellos que la poseían al momento de su promulgación son dominicanos. Y como esa misma Constitución establece, como las anteriores, que toda ley, decreto o resolución contraria a su espíritu y letra son de hecho inconstitucionales y, por supuesto, ilegales, no hay necesidad de tanto ruido, ni terreno abonado para promover sentimientos de extremo nacionalismo que terminan siempre en desgracias y aberrantes cacerías de brujas.

Además, el carácter retroactivo de ese aspecto de la sentencia riñe con otro principio básico de la Constitución y sienta un precedente que en el futuro puede ser usado para justificar acciones atentatorias al estado de derecho, en un país seriamente cuestionado por su debilidad jurídica y el excesivo poder discrecional de los funcionarios públicos.

Creo que las expresiones fuera de tono y las amenazas, ya no veladas, contra quienes en ejercicio de un derecho constitucional se han manifestado en contra de ese aspecto de la sentencia, han creado un ambiente de irracionalidad que no permite  franca discusión sobre otros aspectos importantes de la sentencia que podrían poner fin a un desorden migratorio a punto de desbordar  la capacidad nacional para encararlo.

Las pasiones alrededor del tema han dejado también al descubierto sentimientos muy bien guardados contra un entorno presidencial que es lo que hace la diferencia entre la administración actual y la anterior en el más amplio sentido ético y moral a favor de la primera.