Veamos un poco la  historia. Trujillo, el más sanguinario y corrupto tirano de nuestra existencia republicana, gobernó con mano de hierro este país por 30 años. Cuando mi hija nació, Balaguer, su heredero,  estaba en el tercer año de su primer mandato constitucional y su tercera presidencia. Había sido presidente “gomígrafo” de Trujillo, creo que así él mismo lo definió, de agosto de 1960 hasta 1 de enero de 1962 y luego por 16 días al frente de un consejo de Estado.

Mi hija se graduó de la universidad e hizo una maestría en el exterior y todavía Balaguer, ya ciego, ejercía la presidencia. Nacieron sus dos hijas y todavía el líder reformista, aunque fuera del poder, seguía como  candidato al cargo y líder de la oposición. Cuando la mayor de sus dos hijas, mis nietas, nació, el hoy expresidente de la República, Leonel Fernández, estaba a mitad de su primer mandato y quién después le sucedió en el 2000, Hipólito Mejía, había sido años antes candidato a la vicepresidencia. El primero fue en dos oportunidades posteriores jefe del Estado y el segundo lo ha intentado varias veces, llegando a valerse de una reforma para intentar reelegirse, como  lo hizo también después Fernández para eliminar el retiro forzoso que imponía la cláusula del “nunca más” que su Constitución borró.

En mayo del año pasado, acudieron por primera vez a las urnas cientos de miles de jóvenes, mi nieta mayor entre ellos, que no habían nacido todavía cuando Fernández era ya presidente. Cuando analizo esa realidad del quehacer político nacional me pregunto si la posibilidad, por fortuna muy remota, de que Fernández y Mejía vuelvan a ser candidatos en el 2020, no significaría un congelamiento de la dinámica social que conduciría inevitablemente a una etapa  desconocida de incertidumbre económica y política.

Si la república quiere realmente seguir adelante debe olvidarse de la mala práctica de echar vino joven en odre viejo.