Cayó en mis manos un libro de crónicas de viajes, de nombre misterioso y firmado por el mexicano Guillermo Fadanelli: El billar de los suizos. El texto que da nombre al libro, contrario a lo que uno podría suponer, sucede en España.

Fadenelli cuenta que la persona que lo hospedó en Madrid vivía con un primo, quien se sentía orgulloso de su linaje helvético: «Se ufanaba a tal extremo de su nacionalidad que por momentos llegué a considerar que estaba enfermo», apunta no sin razón, para en seguida alegar que el nacionalismo es una enfermedad que ha causado más muertes que la viruela o la peste bubónica, o que el Covidetcétera, agregaría yo. Por lo menos, acaban de echar de la Casa Blanca a uno de los personajes que más ha desparramado el chauvinismo, pero me estoy desviando.

EL texto me recordó mis propias correrías en Basilea, a donde fui, no a jugar billar sino a ver un juego de futbol. No asistí al St. Jakob Park, sino a la plaza principal de la ciudad, donde pusieron unas pantallas que transmitirían el partido inaugural de la Eurocopa de 2008, que en aquella ocasión fue organizada por dos países amantes del esquí, pero irrelevantes en el mundo de las patadas. En aquel entonces yo vivía en Estrasburgo, así que un sábado nada soleado de junio, convencí a la dueña de mis suspiros (y de mis ahorros) y agarramos carretera.

El equipo anfitrión gozaba del fervor de los suyos, pero eso no bastaba para brillar en la cancha: cero técnica, cero creatividad, cero ataque. Por el contrario, eran los de la República Checa, los que se acercaban más al gol, pero tampoco se les veían muchas ganas, así que los que bostezábamos en la plaza, no podíamos hacer nada mejor que beber cerveza. Luego me encontré con otros mexicanos fiesteros y los brindis se multiplicaron.

Fadanelli también solía optar por el alcohol. Un día estaban en un billar de la calle de San Bernardo cuando el ‘primo’, henchido de la superioridad que da el vino –y la nacionalidad suiza–, retó a dos chicas a una partida de carambola. Apostaron cinco mil pesetas. «Estas mujeres no me ganan ni volviendo a nacer», aseguró ante la mirada aburrida de Guillermo, cuyo flaco presupuesto lo obligó a sólo mirar.

En algún momento, ¿casi al final?, ¿alguien seguía viendo el partido?, cayó un gol. ¿Alboroto, emoción? Nada de eso, habían sido los visitantes los que habían amargado la inauguración de la Euro. Cansados y hambrientos buscamos donde comer, en la plaza sólo había un McDonald’s atiborrado. No sé ni cómo fue que me incorporé en aquel mar de gente; el alcohol atrofia el juicio, dicen. Incluso esperé gozoso diez, quince, treinta y no sé cuantos minutos más.

Ya casi llegaba a la meta, donde me preguntarían en alemán por mi hamburguesa favorita, cuando de repente un grandulón se metió en la fila. Lo encaré y le dije en un inglés envalentonado, pero sin duda incomprensible, que yo había llegado primero. No hizo caso. Los detalles se me escapan, creo que ignoró mis reclamos con el desprecio de su 1,90 y me tumbó la gorra con un golpe fraternal. En seguida, sintiéndome Julio César Chávez, le tiré un recto al rostro. No sé si le habrá dolido, sólo que se dio media vuelta y se fue lejos. En lo que llegaba mi pedido, se acercaron otros dos hombres más altos que el primero y empezaron a zarandearme, al tiempo que, detrás de ellos, el provocador me insultaba (supongo). El lío no pasó a mayores, la gente de la franquicia se encargaría de separarnos. Después se disculparon por el incidente, eso sí, nada de invitarme la cuenta, había un saldo por 24 o 27 francos. Aunque, «generosos», me dieron un pay de manzana. Tan grandote y tan miedoso, le comentaba a mi hoy esposa, que en ese momento tenía serias dudas sobre mi cordura (y sobre el matrimonio).

Mientras comíamos, varias personas se acercaron a fin de borrar la mala impresión que había dejado su compatriota. Fueron amigables y hasta nos hablaron maravillas de sus montañas, de sus bosques y lagos. Además, aquí hay muchos quesos, como en Francia, señaló una chica de lentes, al saber que vivíamos allá. Otra cosa que aún recuerdo, fue la imagen de la plaza tapizada de botes de cerveza, de botellas de vino, de papeles. Suiza, cuya limpieza es ejemplar (que no incluye a sus bancos), en ese momento podía compararse con cualquier rincón del tercer mundo.

Por su parte, el otro tipo lo dejó todo en el billar; esto es, las pesetas, su pretensión y esa vanidad tan de macho alpino. Fadanelli, antes de arrastrarlo a casa, a manera de consuelo le dijo algo así: ¡Qué pendejo eres, a poco en tu país no hay travestis!