«Por ti bella Mariana, por ti lo puedo todo, el mundo entero si me mandas, te lo pongo de otro modo». ¿En estos versos se encuentra la esencia de Oscar Chávez?, ¿sus canciones nos hacían  desear otro planeta o simplemente nos ayudaban a olvidarnos de éste, saturado de miseria, de injusticia, de políticos?

Como lo dijo José David Cano en el portal Salida de emergencia, la tristeza por su fallecimiento sigue aquí, cerquita, intacta. Ni siquiera pudo festejar sus 85 años como se debe, que había cumplido el veinte de marzo, puesto que ya la noche del treinta de abril circulaba la terrible noticia.

¿Era cantante de protesta? Sin duda, pero más que un género, Oscar Chávez practicó un estilo. No importa si la canción era un poema de Martí, como La niña de Guatemala, la que se murió de amor; un corrido a la matanza del dos de octubre o unas estrofas socarronas que mencionan unos ojos rete colorados y una boca reseca, reseca por tanto mariguanazo. Uno sabía que ese vozarrón, esa figura de pelo largo, patilla ancha y guitarra al hombro, eran él.

Para preparar este texto vuelvo a escucharlo y, gracias a la red, lo veo cantar a dúo con Paquita la del Barrio: «Pobrecita de la palma, con el sol se marchitó, así se marchita mi alma cuando tú le dices que no». Ignoremos lo del sol que daña a las plantas, pues sólo sirve para acentuar la pena del amor no correspondido, tópico típico en la canción mexicana. Por cierto, se trata de una melodía norteña, de ritmo pausado y melancólico acordeón. Sin embargo, encuentro otra de mayor tristeza, igualmente de amores contrariados (¿hay de otros?), se llama Boda negra. El amante va y saca a la amada de la tumba y se casa con los puros huesos:«Y allá en la triste habitación sombría, de un cirio fúnebre a la llama incierta, sentó a su lado la osamenta fría y celebró sus bodas con la muerta».

Aquí no hay humor posible, sólo una sensación de tétrica desgracia, pero para eso están las parodias políticas. Una de las más conocidas es La casita, que describe los lujos excesivos a los que aspira cualquier politicastro, como una cochera con: «tres Mercedes, cuatro Mustangs y un Jaguar».

Ahora bien, en Liberación femenina, sus dardos paródicos apuntan a la mujer en su lucha por la igualdad. Un blanco que hoy sería impensable, por ser políticamente incorrecto –lo que esto signifique–, por insensible, por machista, por… Sin embargo, el tono burlón le permite resaltar las «bondades» de los métodos anticonceptivos, pues la libertad trasciende a cualquier sexo: «Y la decisión final del congreso aquí les paso, las damas quieren amor sin peligro de embarazo».

Por otro lado, en dónde queda el Chávez investigador de la música tradicional, que rescata de baúles empolvados; el Chávez locutor en Radio UNAM; el Chávez actor, de teatro primero y cine después, con estudios en el Instituto de Bellas Artes y toda la cosa; el Chávez Caifán, en la película de Juan Ibañez, que se estrenaría en el verano del 67.

Los Caifanes, son unos muchachos de barrio que por azar se cruzan con una pareja, también joven pero de clase alta, a quienes invitan a descubrir la noche de la ciudad de México. Un descubrimiento que va de la escena provocadora en la que visten con sostén y minifalda a La Diana Cazadora, una de las estatuas del Paseo de la Reforma, al episodio surrealista en un cabaret de mala muerte, donde hay osos y hasta un diablo de mesero; un guiño fellinesco, dicen los que saben. En el guión participaría Carlos Fuentes cuya marca literaria se advierte cuando Julissa y Alvarez Félix citan –más cursis que románticos– a Góngora, qué es el amor, «es hielo abrasador, es fuego helado…».

Un film de culto, pero volvamos a la música: «Y ante él la vida pasa siendo, remolinos de recuerdos», canta en Macondo, la canción que más le piden en sus conciertos. Así fue la vida de Oscar Chávez, una vida llena de remolinos, una vida de casi cien años de recuerdos: recuerdos  artísticos, íntimos…