Un mundo de magia se crea y se recrea en cada concierto de una orquesta sinfónica. Misterio y curiosidad es lo que trae consigo este evento, incluso mucho antes de llegar a la sala en donde se presentará la función. Pero a pesar de que la materia prima de la música es el sonido o la ausencia de, en un  concierto, lo visual es igual de importante que lo auditivo.

Lo visual constituye un elemento esencial, no sólo como medio de comunicación entre músicos y/o director-músico, sino como elemento estético en la relación orquesta-espectador. Desde la formación de la orquesta, la posición de los instrumentos, hasta la salida de cada uno de los miembros de la sala, hace posible presenciar un espectáculo teatral que es percibido por la vista de cada presente.

Todas las orquestas tienen su lenguaje visual que la hacen particular, aunque existe uno que es universal. Por ejemplo, los acelerando y los crescendo  en grandes orquestas comienza con una mirada entre compañeros del mismo atril, en especial los miembros de las cuerdas. El director, al margen de la comunicación cinésica que sostiene con la orquesta, le basta con una mirada para dar a entender lo que busca.

Pero el verdadero espectáculo y goce visual se manifiesta en el binomio orquesta-público. Ese disfrute de ver cómo la orquesta mantiene una coherencia, disciplina y entrega para dar un producto que produzca placer. Ver a las cuerdas con la misma dirección del arco, no hay nada más “desafinado” que un violinista con el arco cruzado -aunque Arturo Toscanini, uno de los grandes directores de todos los tiempos, no le importaba esto para nada-. O ver a los músicos o al director disfrutar y moverse con la música, muestra de que están disfrutando y dando a entender de que la obra tiene vida. Cualquier compositor se sentiría más que honrando sabiendo que quienes están ejecutando su obra la disfruta al máximo.

El fuerte de las orquestas venezolanas es que supieron conquistar al mundo bailando dentro de los conciertos. Pusieron vida, pasión y diversión a cada concierto. O para no ir tan lejos, una de las imágenes que tengo en mi recuerdo es la del director, compositor  y productor el maestro Amaury Sánchez, cuando pertenecía a la fila de la percusión de nuestra Orquesta Sinfónica Nacional, bailando y disfrutando al tocar la parte de la marimba del Malambo (danza final), del Ballet Estancia de Alberto Ginastera o tocando el triángulo del baile de los Guloyas, de la Suite Macorix de Bienvenido Bustamante. Esa gracia y disfrute se transmite a aquellos escuchas más tolerantes y felices, que van a oír un concierto y salen premiados por dejarse contagiar del entusiasmo que le ofrece el espectáculo.

La música es vida, sentimiento, pasión y es imposible que en un concierto presentado por cualquier agrupación, no haya movimiento, risas, lágrimas, camaradería, o cualquier manifestación corporal. Es una lástima que hayan espectadores que  producto de la ignorancia y el libertinaje de opinión emitan juicios ridículos que distan de la realidad, en vez de dejarse llevar y disfrutar de un  mundo de fantasía que se les brinda al formar parte de un concierto de una orquesta sinfónica.