Los orígenes del discurso moralista no se encuentran, como podría pensarse, en los sectores comprometidos con una transformación estructural de la sociedad. Como han señalado Marcelo Moriconi, en su escrito: “Desmitificar la corrupción”; https://nuso.org/articulo/desmitificar-la-corrupcion/  y Elvin Calcaño Ortiz, en su artículo: “La trampa de los discursos anticorrupción”, https://www.alainet.org/es/articulo/207881 la arenga anti-corrupción hunde sus raíces en sectores comprometidos con el statu quo y con una concepción maniquea del mundo.

En otras palabras, el impulso de la mirada moralista es que la preservación del orden social establecido es incuestionable. Lo cuestionable son determinados ciudadanos que, en función de un conjunto de prácticas reñidas con la moral convencional, distorsionan la naturaleza ideal del statu quo.

Una deficiencia de la mirada moralista es que observa el fenómeno de la corrupción sólo como una anomalía en el desarrollo de la sociedad y nunca se centra en la dimensión estructural de la corrupción. De ahí su tendencia a focalizar el análisis en individuos, nunca en instituciones; en acontecimientos circunstanciales, no en procesos sociales e históricos. Dos problemas se derivan de esta perspectiva:

No se impulsan seriamente las transformaciones requeribles para la construccion de una sociedad decente.

Como los fundamentos del orden social son incuestionables, la manera de evaluar los valores morales depende de si se ajustan o no a preservar ese orden, no la validez de los mismos.

En el primer caso, se abordan los efectos y no los factores causales. Por ejemplo, si se forma parte de una sociedad hipercorrupta, estructurada económica, social y políticamente con base en la corrupción, se intenta remediar la situación corrigiendo unas prácticas corruptas puntuales. Mientras tanto, se obvia abordar el problema de las condiciones, los presupuestos y los mecanismos que estructuran a la sociedad para que funcione de tal modo que convierta a la corrupción en la norma, no en la excepción.

El segundo caso, el de asumir los valores morales en función de su adecuación al orden social preponderante, lleva con frecuencia a evaluar de modo asimétrico las prácticas en función de si reproducen o no dicho orden. Así, una misma práctica puede ser juzgada de modo distinto dentro de un mismo ordenamiento jurídico dependiendo de quien sea el infractor de la norma, su estatus económico, su influencia social, sus relaciones políticas, o sus filiaciones partidarias.

No es de extrañar que terminemos, como ha escrito Moriconi, asumiendo que: “para la corrupción funciona el mismo principio con el que Friedrich Nietzsche define el bien y el mal: la diferencia entre los corruptos y no corruptos es que los no corruptos somos siempre nosotros o (quienes están con nosotros)”.