§ 17. Si los políticos de Atenas, bañados por la prosperidad de su imperio marítimo, veían la prostitución de mujeres y hombres como algo natural y propio de su modo de producción esclavista, también los filósofos y escritores vieron este flagelo humano de igual modo, pues hay que recalcar que a quienes prostituían los atenienses no eran a sus ciudadanas y ciudadanos, los que gozaban de todos los derechos que la Constitución les acordaba, sino que al igual que lo hará más tarde el imperio romano, era a las mujeres y hombres extranjeros, a quienes esclavizaban cuando conquistaban pueblos y ciudades enemigas y, por supuesto, a los que no eran ciudadanos, es decir, mujeres y niños.
Aunque como asevera el siquiatra Lino Romero, «las mujeres casadas para esa época prácticamente no tenían libertad y estaban obligadas a mantener una aburrida y supuesta ‘virtud doméstica’, mientras que los esposos tenían todas las libertades e interactuaban emocional, intelectual y sexualmente con otros. Por eso Demóstenes señaló con mucho acierto que los griegos de su época tenían una ‘hetera’ para su compañía y satisfacción social, una concubina para cuidar su cuerpo y un concubino para sus relaciones sexuales. En tanto que a la esposa la tenían para asegurar la legitimidad de sus descendientes y para mantener su respectivo hogar en orden.» (‘La prostitución dominicana’, obra ya citada, p. 49).
Esa misma conducta la mantuvieron los romanos, después de la caída del imperio marítimo ateniente, al que conquistaron e imitaron en todos los aspectos de la vida, lo que se comprueba si se lee la novela histórica de Fernando Conde Torrens ‘Año 303 inventan el cristianismo’ (Madrid: Alta Andrómeda, 2016) en la que se documenta la relación estrecha entre clases sociales gobernantes, el ejército conquistador y la prostitución.
§ 18. En cuanto a la invención lingüística, Romero informa que «los griegos también introdujeron en su vocabulario sexual la palabra ‘hora’ que se tradujo como ‘desempeño sexual’, ya fuera femenino, masculino o ambos. Algunos miembros influyentes de la prostituida comunidad griega no aceptaron el término ‘hora’ e introdujeron en su lugar la palabra ‘pornei’ que significaba ‘trabajadora de la parroquia’. También ellos utilizaron la palabra ‘dice’ para designar a sus prostitutas, por lo que se podría especular que estos términos fueron los precursores distantes de la frase ‘trabajadora sexual’.» (Ob. cit., ibíd.). En nota al calce (p. 49), el autor aclara que ‘pornei’ significaba ‘trabajadora de la parroquia’, muy diferente a la ‘porneia’, vocablo que designaba un lugar donde se albergaban hombres y mujeres para la lujuria sexual.
Pero el término “trabajadora sexual” o “prostitución libre”, acuñado por la estadounidense Carol Leigh, líderesa sindical de las prostitutas, es un eufemismo social que no convierte a las prostitutas en sujetos. Ambos términos fueron recusados por la socióloga Kathlen Barry, decana del Departamento de Sociología de Rutgers University, New Jersey, y otras colegas: «Según ellas, cuando se alude a la prostitución como trabajo sexual se trata de mujeres que no tienen otra opción laboral, y este oficio representa para ellas un indicador fidedigno de su desesperación existencial. De ahí que, para muchos expertos en la materia, la terminología ‘trabajo sexual’ es un lenguaje que ha sido aceptado como fruto de esa desesperación junto a las precarias condiciones a que son sometidas y no necesariamente porque estas mujeres promuevan activamente la prostitución.» (Romero, op. cit., pp. 207-208). El discurso feminista en general, al carecer de una teoría del sujeto, adopta la terminología que imponen las modas discursivas y las acepta y disemina, consciente o inconscientemente, como verdades irrefragables. Hasta ahora, el discurso feminista es un discurso polémico, construido para vencer al adversario. Su ausencia de teoría del lenguaje, del sujeto y del discurso es su mayor debilidad y cree que la ideología, despectiva o no en contra de las mujeres, está en la palabra y no en el sentido, los gestos, el contexto y el ritmo del discurso.
§ 19. Romero aclara que seleccionó a Grecia para ilustrar su estudio sobre la prostitución dominicana «porque la historia de la prostitución es fabulosa y comienza allí para Occidente. En Grecia, la prostitución se practicaba en todas las clases sociales, incluidos filósofos, sabios, gobernantes, generales, teólogos, poetas, historiadores, etc.» (Ibíd., pp. 49-50). El autor aclara que en la Grecia de los siglos V al IV hubo una distinción entre “sexo por dinero” y “sexo sin dinero”: «Hay que realzar que los datos griegos concernientes a la prostitución donde los hombres siempre dominaron la industria sexual y por eso cuando en la Asamblea Popular de Atenas se discutía acerca de la prostitución, ellos se referían únicamente a la prostitución masculina. Sin embargo, Aristófanes señalaba que el ‘sexo por dinero’ hería más los ‘sentimientos griegos’ cuando se trataba de un joven prostituido en vez de una mujer. Si el joven ejercía la prostitución ‘sin que se le pagara dinero’, entones era respetado y admirado, como en el caso de un ‘lindoro’ llamado Timarcos, que se exhibía desnudo en tertulias masculinas. Aun así, Timarcos, que pertenecía a una familia adinerada y con muy buenos contactos sociales, junto al apoyo y a la fervorosa defensa que Demóstenes le ofreció sin reservas, cuando quiso entrar a la política, fue rechazado tajantemente.» (Ibíd., p. 50).
Si se desea ahondar sobre estos dos tipos de prostitución en Grecia, consultar a Aristófanes y Demóstenes, Platón Aristóteles y Plutarco y Tucídides para los casos del general Temístocles, del estadista Pericles y Aspasia, Sócrates y su amante favorito que le acompañó hasta la hora de la muerte, el general Alcibíades y su amante y por último el caso de Alejandro Magno, quien se casó con la princesa Roxana, «pero aún seguía teniendo relaciones sexuales con una amante llamada Thais. Esta cortesana Thais, fue tema de obras musicales y literarias en el siglo XIX, entre ellas una novelita de Vargas Vila, titulada ‘Thais, cortesana de Alejandría’, muy leída por el público dominicano a finales de los años 1950.
Y recordar también que Alejandro Magno tuvo como amante a su compañero de cuarto Hefestión «cuando se formaban militarmente a la edad de 9 años.» (P. 50) y el emperador Adriano tuvo como amante al joven bitinio Antínoo, por cuya muerte, ahogado misteriosamente, se mantuvo deprimido toda su vida. Pero el enlace homosexual que los historiadores convirtieron en mito universal fue el de Harmodio y Aristogitón, los magnicidas del tirano Hiparco.
§ 20. En cuanto a la historia de la prostitución en nuestra isla, existen pocos datos, pero el Dr. Romero señala su escasa documentación en Gonzalo Fernández de Oviedo y Bartolomé de las Casas. Entre la versión de los dos historiadores, el autor prefiere la del padre Las Casas, quien «habla del gran respeto que había para la mujer casada entre nuestros indígenas», mientras que el cronista Oviedo, muy prejuiciado, afirmó que «las mujeres indígenas eran bellacas, deshonestas y libidinosas. Además, él sostenía que la mujer recién desposada tenía que entregarse a los hombres del mismo rango que asistían a su boda.» (P.44). Oviedo, al igual que los demás cronistas y viajeros, no examinaron las especificidades históricas y culturales de los indios de nuestra isla, quizá con excepción de fray Ramón Pané, porque la codicia del oro y el afán de riquezas les indujo a examinar lo estrictamente cultural de nuestros indios con la lupa del prejuicio, el euro y el etnocentrismo de todo conquistador que define al pueblo vencido como inferior a fin de justificar y legitimar su dominación.
Para concluir con el tema de la historia de la prostitución en la isla descubierta por Colón, el siquiatra Romero acota: «… es preciso mencionar que nuestros indígenas tenían la palabra bayrú o bayú para describir a la mujer que tenía relaciones sexuales con más de un hombre. De todos modos, si hubo prostitución en nuestra isla fue muy escasa hasta la llegada de los españoles, que depravaron a las taínas produciendo un colapso en sus hábitos y costumbres.» (P. 44). Ante la ausencia de mujeres europeas en la isla por lo menos hasta 1502 con la llegada de Ovando, la Corona española incentivó la apertura de burdeles, pero como se comprueba fácilmente por los documentos, esta fue una práctica conscientemente tolerada por las autoridades coloniales.
Puesto que existen escasos datos fehacientes acerca la introducción de la “industria del sexo” en nuestro país, el Dr. Romero afirma que por esta razón se involucró en la investigación sobre el tema: «sí sabemos que los lugares preferidos para estas actividades fueron los puertos y muelles de la isla visitados por marinos mercantes y en ocasiones por marinos militares. Un ejemplo que se debe señalar ocurrió con los marinos norteamericanos durante la ocupación de 1916 a 1924, donde los invasores llegaron al muelle de La Atarazana para visitar los negocios creados para tales fines. Como ese sector les resultó pequeño, se trasladaron para dichas actividades al Timbeque, un sector ubicado en la calle Vicente Noble, entre la Caracas y Félix María Ruiz, actualmente parte de la Avenida México, denominada con ese nombre en uno de los gobiernos del Dr. Balaguer. En ese sector existían muchos de los famosos prostíbulos del país, entre ellos La Carreta, el Bar de Pura, el Bar de Pene Mocho, el Bar de Chico.» (PP. 44-45).