Sí. Rotundamente sí. Porque uno bien podría comenzar a relativizar el asunto y decir, por ejemplo, que hay y ha habido dos, tres o miles de tipos de dominicanos y dominicanas de entre los cuales hay gente con los que no iría ni a la esquina, dadas sus condiciones de cabrones incorregibles, o que hay demasiado de reprochable en el país actual. Etcétera. Si por ello fuera, simplemente sería imposible amar, no digo a este, sino a ningún país ni a ninguna nación sobre la Tierra; tal vez ni siquiera a ninguna familia…

Hay ciertamente varios países en este país. Hay gente que sirve y hay una cantidad nada despreciable de miserables. Cuántos son los unos y cuántos los otros no es asunto que pueda propiamente cuantificarse. Ni hace falta. Lo que sí está bien sabido, y más o menos sumado y restado, es que una mayoría holgada de quienes poblamos esta tierra las pasa mal por culpa de una minoría. Me dirán que lo de buenos y malos (por cierto, no he usado esas palabras) no equivale a perjudicados versos beneficiados. Claro que no. Pero quería traer a colación ese hecho: que República Dominicana es un país marcadamente injusto. Y que eso cuenta cuando hablamos de orgullo dominicano, amor a la patria y cosas por el estilo.

Amo a este país porque está llena de gente buena, con las que vale la pena compartir la nacionalidad. Es, creo, una faceta de esto suele llamarse patriotismo. El problema es que se trata solo de una faceta.

Amo a este país también porque me siento llamado a luchar por los derechos de los históricamente vilipendiados, estafados, traicionados, engañados por una minoría vil.

Y le amo con orgullo porque desde que existimos como país siempre ha habido buenos dominicanos y dominicanas que le dijeron gallardamente NO a los aprovechados, ladrones, vende patria y asesinos de siempre. 

Siento orgullo de ser parte de un pueblo lleno de virtudes, aunque irremediablemente también lleno de personas sus flaquezas, vicios, confusiones y desconocimientos.

Amo a un país que lo sé lleno de talento y potencialidades, y digno de alcanzar mejores condiciones de vida. Hay el país de los grandes medios, de la frivolidad, de la falsa alegría, de la distracción embrutecedora, y otro país de las grandes batallas diarias por la vida, de la solidaridad, de bondad. El país en general vive y sobrevive porque los buenos dominicanos lo mantienen vivo. He vivido lo suficiente para separar el trigo de la paja.

Hay una manera sana de sentir orgullo de su nacionalidad: la que no lo es por contraste; la que no se alimenta de la comparación con ninguna otra nacionalidad; la que no vive deseando ser otra “superior”. Nuestro país es único, del mismo modo que lo es cualquier otro país. No es ni más ni menos.

Nunca olvidar que al lado de los intereses legítimos de mi país están los derechos de todos los humanos, dondequiera que estén. El sano orgullo es ajeno a todo nacionalismo enfermizo, que en el fondo es clasismo.

La otra condición del orgullo sano es reconocer que falta mucho por recorrer y por superar, y que se es digno de mejor suerte.