Pese a que en el pasado ya he escrito sobre este tema (El orden público constitucional-El Nacional 8/2/2018), en las notas siguientes quisiera apuntalar la inexcusable premisa de la garantía de protección a los más débiles en el contexto de las relaciones públicas y privadas que se generan en el Estado Social.

Nuestro acervo jurídico siempre fue tributario del principio de la autonomía de la voluntad de las partes que promovía una intervención mínima en los negocios entre particulares.

La intervención del Estado sólo se limitaba a proteger el orden público sobre el que se cimentaba la organización social y las pocas normas que se referían al tema estaban remitidas al Código Civil.

De esa forma, sólo la familia, las buenas costumbres o la organización de los poderes públicos se encontraban bajo el influjo intervencionista de las normas de orden público. Esa era la consecuencia de una tradición heredada del liberalismo francés y de la doctrina económica individualista que propugnaban como panacea la libre concurrencia al mercado.

Fue a finales del siglo XX cuando se determinó que esos principios no garantizaban el bienestar general y que, muy por el contrario, se propiciaban situaciones de desequilibrios contractuales y sociales que producían desajustes estructurales. A partir de este momento, empiezan a surgir las leyes de control de mercado e inicia a hacer aguas el principio de la autonomía de la voluntad de las partes, dando paso a una etapa en que se invoca un orden público moderno que busca proteger a los más débiles y subsanar los desajustes en las relaciones económicas y sociales.

De repente dimos el paso a la corriente de  un nuevo orden público económico que se erige como un instrumento del Estado para imponer políticas públicas de factura económico-social.

Desde el punto de vista de la doctrina,  el orden público se define como la institución que se vale el ordenamiento jurídico para defender y garantizar, mediante las limitaciones a la autonomía de la voluntad, la vigencia inexcusable de los intereses generales de la sociedad, de modo que siempre prevalezcan sobre los intereses de los particulares.

El corolario de todo esto vino con la reforma constitucional del año 2010 que proclamó el tránsito de la Carta Magna de un Estado Liberal de Derecho a un Estado Social y Democrático de Derecho que erige la defensa de los derechos fundamentales como el “alma” de la Constitución.

Ese orden público no sólo obliga a los particulares, sino que también es imperativo para las autoridades de todas las esferas, las que tienen el deber de proceder conforme a la Constitución y al ordenamiento jurídico.

Así, pues, en el constitucionalismo dominicano aparecieron normas para regular los servicios públicos (art. 149 de la Constitución), un régimen económico que tiene como principio la búsqueda del desarrollo humano (art. 217), el desarrollo sostenible (art. 218) o el principio de subsidiaridad (art. 219). Es decir, hay una constitucionalización de los intereses generales que no deja ninguna duda sobre el carácter imperativo que tienen esos principios sobre la voluntad de los particulares.

Quizá la cuestión más relevante de esta evolución constitucional y legal ha sido que se ha imprimido un sentido preciso al concepto muchas veces indeterminado y abstracto de orden público, dejando atrás la práctica de que sea el juez y el legislador, en cada circunstancia, los que dieran una aplicación concreta al mismo para determinar cuándo se ponen límites a la autonomía de la voluntad de los particulares.