“La oposición se escucha, se aplaude y se aplasta” proclamaba el destacado dirigente reformista Adriano Uribe Silva, todavía con su jefe Trujillo vivo en su mente, en los inicios del régimen autoritario de los doce años de Joaquín Balaguer. Esta expresión retrató fielmente la mano dura y despiadada con que ese gobierno golpeo a la oposición desde el año 1966 hasta su derrota en las elecciones del 1978.
El primer ejercicio de oposición tiene su origen en la democracia directa de la antigua Grecia. Más adelante, motivado en la alternancia y la representación del pueblo que caracterizan al parlamento, en el siglo XVIII fue adoptada por Inglatera con la demoninación de oposición parlamentaria.
Para Giampaolo Zucchini la oposición es “la unión de personas o grupos que persiguen fines contrapuestos a aquellos individualizados y perseguidos por el grupo o por los grupos que detentan el poder económico o político o que institucionalmente se reconocen como autoridades políticas, económicas y sociales respeto de los cuales los grupos de oposición hacen resistencia sirviéndose de métodos y medios constitucionales legalistas o ilegales y violentos”.
Dependiendo del tipo de gobierno la oposición juega un rol más o menos importante. En los regímenes parlamentarios la importancia de la oposición es tal que su papel y su función se encuentran regulados por la Constitución y las leyes, en razón de que las decisiones y la permanencia de la administración dependen del voto mayoritario del parlamento. En los sistemas presidenciales, como el nuestro, aunque el presidente no depende de la composición del parlamento para completar su mandato, la oposición juega un rol igualmente trascendente como contrapeso de un Poder Ejecutivo excesivamente poderoso.
Los partidos, la sociedad civil y la prensa, son indispensables para evitar que los gobiernos se aparten de los principios democráticos. Cuando los ciudadanos tienen garantizados los derechos de libertad y la alternancia en el poder, los partidos utilizan el disenso como oposición electoralista para desplazar del poder al partido gobernante. Para lograrlo deben asumir como suyas las demandas del pueblo, encarnando las disconformidades sociales, dentro de los límites y los valores requeridos por la sociedad.
Para medir el grado de efectividad de la oposición se toma en cuenta el nivel de fraccionamiento del sistema de partidos. En el bipartidismo es eficaz porque el principal partido de oposición, sin distracción, puede enfocarse en un solo objetivo que es el gobierno. Por el contrario, en el pluripartidismo, cuando la oposición se encuentra disgregada, las contradicciones la debilitan. En este caso algunos gobernantes aplican la célebre frase de Julio César "Divide y dominará”, sin reparar en que al fomentar la división de la oposición, perjudican la democracia y se perjudican ellos mismos. Este modo de anular la oposición se revierte y provoca una mala gestión de gobierno en perjuicio del pueblo, fomenta el triunfalismo y la oposición desde el interior del propio partido gobernante, incrementa la cantidad de aspirantes a la candidatura presidencial y debilita la unidad interna del partido.
En tal sentido, un gobierno que no convive con la oposición no puede ser considerado democrático. De igual modo, cuando los partidos desde la oposición no son capaces de cumplir con su deber de defender a la sociedad con eficacia, se descalifican para gobernarla.