Esa tarde un amigo exclamó: -¡deberías escribir en Acento…!- Yo, que hasta esa fecha publicaba mis textos solo en redes sociales, ya había enviado material a diversos medios de prensa escrita de circulación nacional, con el ánimo de lograr hacerme un espacio en ella. Los resultados, más que obvios, puesto que ninguno tuvo el gesto de responder, me confirmaron lo complicado que puede ser para alguien sin contactos, sin renombre, carente de las guindalezas que otorga la fama, entrar a un medio tan manipulado y comprometido como lo es la prensa, así sea para hablar de vaginas o café, de mis amigos de Haití, de las bellezas del gobierno de turno o de cuántas mujeres fueron asesinadas el pasado año 2016.
Entonces ocurrió. Hice los aprestos necesarios y para febrero de 2016 estaba publicando para Acento el primero de muchos de mis artículos. La experiencia obtenida hasta hoy en este medio no se compara, ni por asomo, a la que obtuve por mi cuenta en el blog donde he publicado sin interrupción por casi tres años, ni la que he tenido en redes virtuales como Twitter o Facebook. Parte de dicha experiencia proviene de los lectores, específicamente de aquellos que dejan sus impresiones en la sección de comentarios. Leyendo y leyendo, me encuentro con opiniones que me dejan inferir sobre la naturaleza de nuestra gente. De ahí algunas consideraciones que les comparto a continuación.
Está el lector que ataca al articulista. Poco importan los méritos de las ideas expuestas, el propósito parece ser, siempre, la de verter sobre el autor una palangana de insultos, entre sutiles y directos, como si se tratara de una defensa al honor. En esta parcela entran en juego los egos inflamados y embutidos, por lo que sería una empresa inútil tratar de defenderse o razonar. Toda vez que un lector se decide ofendido, hay que dejarlo solo en su discurso o pedir la tarde libre.
Hay lectores que pactan con las ideas sin ripostar. Estos me parecen del tipo más aburrido. Un lector que está de acuerdo con todo no ofrece margen para la discusión. Nada más fascinante que un foro donde una idea engendra a otras. Nada más estéril que una idea estática, que no germina y que muere ahí mismo, donde fue plantada.
También aparece el lector que mantiene un desacuerdo saludable con la opinión. Para mí, uno de los más interesantes. Este lector promueve el mejor de los escenarios y si el autor se lo permite a sí mismo, osará revisar sus ideas, lo cual es todo un reto. Sobre todo para aquellos escritores que se creen poseedores de la verdad absoluta y se enquistan en una pared de obstinación intelectual.
Y no puede quedarse el lector fantasma. Ese que llega, lee y se va por ahí dejando una muda estadística.
En comentarios que he leído, no solo en mis propios textos, sino en otros artículos de opinión, he observado la tendencia a la queja improductiva. Pocas cosas tan fáciles como la queja que no pasa de serlo, y me imagino a muchas conciencias asumiendo que ya hicieron su parte con la sociedad sobre tal o cual tema, solo porque manifestaron su opinión en un foro público. Claro, puede ser soberbio de mi parte asumir qué hay o no en la mente de dos o tres, sin embargo, no deja de llamar mi atención la valentía con la que algunos se adhieren a su pensar y su verdad tras la comodidad que ofrece la pantalla de un ordenador. Tengo serias reservas sobre qué harían estando de frente a la realidad.
En lo que a mí respecta, no me interesa ir a nadie con una chorrera de palabras lindas, domingueras y de última generación. No tengo intención de pasar por gurú de nada, ni soy predicadora de verdades, mucho menos una intelectual suprema del existir. Yo vivo de escribir, y no porque reciba paga alguna, sino porque escribir me da vida, es el acto egoísta más saludable que cometo siempre que puedo. Y naturalmente, a usted, estimado lector del tipo que fuere, inclusive si no se identifica con nada de lo que he escrito hoy, le agradezco el tiempo que le regala a este ayuntamiento de palabras. Quien diga que no escribe para alguien, y sin embargo publica sus textos, se va engañando solo. Yo escribo para mí, para vaciar de mi mente todos los pensamientos que me brotan desde las mismas entrañas del cerebro, vomito en letras los sismos producidos por una realidad que me hace ruido o me concilia, pero naturalmente, expongo lo que hago para el público que, de voluntad propia, me lee y lo hace con el ánimo que se le antoja.
Al final de cuentas, el lector se gobierna por sus propias ideas y lo bueno de éstas es que son sujeto de cambio, así que siempre podremos mejorar.