Después de haber comenzado así: “El que habita al abrigo del Altísimo, morará bajo la sombra del Omnipotente…”, Don Fico terminó leyendo: … “Lo libraré y le glorificaré de larga vida, y le mostraré mi salvación”.
Pero el sonido de las bazucas continuó. Y las ráfagas de ametralladoras.
Era la “Operación Limpieza” lo que venía arrollando.
Y era evidente que el salmo 91 no había surtido efecto. ¿Estaba el Señor de vacaciones?
Incluso, más de una vez oyeron el sonido seco de cuerpos que caían sobre el pavimento.
Y las voces de los guardias:
–“¡Hay que matar a todos los comunistas, coño! –Y una ráfaga larga de ametralladora.
Cuando se iba, Doña Rosa les había dicho:
–“Lean la biblia. Confíen en Dios. Sólo él podrá salvarles la vida”. Y se llevó a los otros muchachos. Los repartió: unos a Bonao y a los otros a Cambelén, en San Cristóbal.
Era por eso que ahora, sosteniendo la biblia sobre su máquina de coser, era a Julito Ariza a quien le tocaba leer. Y comenzó así el salmo 46: “Dios es nuestro amparo y fortaleza…”
– ¡En esta esquina hay un comando!– Se oían más disparos.
“…Nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto…”
– ¡En esta esquina mataron a un militar!– Se oyó una gran explosión.
“…no temeremos, aunque la tierra sea removida, Y se traspasen los montes…”.
Las tropas del CEFA estarían en la misma esquina Alonzo de Espinosa con Tunti Cáceres, en los alrededores de la compra venta Guarines. Frente a la barra “El Chinito”, del sobrino de Joseito Mateo, quien frecuentaba el lugar. Justo al lado de la carnicería de Cheché.
Y era precisamente eso lo que se desarrollaba en esos días difíciles: una carnicería.
Del otro lado, el “Colmado Surtidora Julio”, de Julio Pozo, donde el sobrino de este, el joven Julio Martínez Pozo, acostumbraba preparar emparedados rústicos, a base de salchichón Cami, queso Don Pancho y pan Carioca, acompañado de un refrescante mabí de bohuco indio.
Pero en aquel momento, nada era refrescante. Por el contrario, un ambiente volcánico lo inundaba todo.
Ahí se sintió un súbito silencio. Profundo. Intenso. Penetrante.
Y, sobre él, Julito siguió leyendo:
–“El Señor de los ejércitos está con nosotros; nuestro baluarte es el Dios de Jacob…”
De golpe la voz del joven fue interrumpida por un violeto culatazo contra la puerta:
– ¡¿Quién está ahí, coño?! ¡Salgan o quemamos la casa!
Los dos, padre e hijo, abrieron la puerta y salieron, temblando.
– ¡Pónganse contra la pared! ¡Su hora ha llegado!
Aterrados. Apocados. Estremecidos.
Y Don Fico vio como un agujero negro, un hoyo de muerte, le apuntaba a la frente.
– ¡Usted primero, viejo comunista!
– ¡Un momento! –Otro soldado, de mayor jerarquía, hizo bajar el arma.
Don Fico sintió que un rayo le había impactado con la mirada de aquel hombre.
Y el soldado dijo:
–Usted se parece mucho a la mujer que le da comida a mi familia en San Cristóbal. ¡Salga! Usted nos cocinará a nosotros.
Y el arma se dirigió ahora a Julito.
– ¡Mi Dios –se dijo– Ya no le haré pantalones a Joseíto ni a Johnny Ventura.
Johnny estaba viviendo a una esquina, en la misma Tunti Cáceres con 21. Justamente, frente a la casa de Pedro Pérez y Alex Vargas, los hermanos de las voces de oro. Era allí donde residía su madre, Doña Virginia y la “buenona” de Andrea, a la que todos los tígueres del barrio que pasaban le lanzaban una “piedrecita”.
Pero no fue eso lo que le lanzó a Julito el militar. Se le acerca, le da golpecitos en el pecho, en los hombros…
– ¿Cuántos guardias has matado?
A Julito no le salen las palabras.
– ¿Cuál es tu comando?
A Julito lo le sale la respiración.
–Déjame ver las rodillas… los tobillos…
Nuevos golpes en las costillas
– ¿Te duele?
A Julito no le daba tregua el nudo que tenía en la garganta.
– ¿Y ese reloj?… Es de los que usan los oficiales. ¿Mataste un oficial y se lo robaste?
Aquí, Julito volvió en sí:
–Lo compre en 20 pesos… A Santiago Santiago. Aquí tengo el recibo.
Lo saca del bolsillo y se lo muestra.
El hombre se retira y el arma vuelve a apuntar a la cabeza de Julio Ariza.
Es entonces cuando, con la fuerza de la desesperación, Don Fico puede gritar:
– ¡Él es mi hijo!
Y el hombre dispara una ráfaga, de rabia, al suelo.
Julito siente, ahora, que sigue vivo.
–‘Ta bien: ve a buscarnos comida ahí al frente –señaló al colmado de Plinio, “La estrella del Sur”.
–Tu papá nos cocinará.
Al cruzar la calle Julito vio cómo en ese momento sacaban de la casa de al lado al vecino Chepín. Un culatazo en la cara y la sangre comienza a correr violentamente, empapándole la camisa. No quiso ver más.
Ya en el colmado de Plinio el joven se da cuenta del tamaño del desastre. La gran explosión fue un tanque de gas, líquido, que se esparció por todas partes, dejando toda la mercancía dañada. Pero no podía volver con las manos vacías: tomó galletitas, mayonesa y un saco pequeño de arroz, que arrostró chorreando gas.
Al volver fue cuando vio que la compra venta de Guarionex estaba destruida, los vidrios derretidos, todo aun humeando.
–Esto fue lo que encontré.
Ya habían matado varias palomas del patio.
–Déjalo sobre la mesa. Que tu papá haga un locrio.
Julito sentía que los salmos habían hecho su trabajo. Pero lo peor no había terminado.
–Ven a ver cómo se quema a un comunista.
Arrastraron dos, que habían caído sobre la acera.
Y, fríamente, el hombre tomó una bayoneta y la enterró en el pie de uno de los muertos. A continuación comenzó a hacer un corto en forma de “u” de una a otra pierna. Un fósforo. Y el fuego subió como una tromba.
–Quemen ese otro colmado.
–Yo tengo la llave–, dijo Don Fico, –Julio Pozo me la dejó
–¡Ábran el colmado! Y que la gente coma.
¡Oh! Había una parte humana en este hombre. Era verdad lo que se había dicho: el no era él, sino un prisionero de las circunstancias fatales que le había tocado vivir.
La orden fue cumplida. Al otro día ese colmado, como muchos otros, amanecería saqueado.
Era el caos, el desconcierto, el estupor, la guerra. Allí chocaban, estrepitosamente, la miseria y la rabia. La frustración y el miedo. El terror y la venganza.
Después que comieron, inesperadamente, los militares se esfumaron. Y padre e hijo quedaron solos. Entonces, se miraron. Don Fico intentó ocultar la verdad. Pero una lágrima, de manera furtiva, lo delató. Julito sintió que ya no tenía el tiránico nudo en su garganta. Y pudo gritar a todo pulmón. Entonces, padre e hijo se abrazaron con fuerza. ¿Cómo puede, impotente, seguir viviendo un padre cuando ve a su hijo siendo asesinado? Y viceversa.
El terror había dejado su tarjeta de presentación. Y, dentro de Julio Ariza, el eco de aquel escalofrío permanece aun viviendo en sus entrañas
No volvieron a leer nunca ningún salmo (la biblia está en todas las casas. Pero sólo es abierta en momentos de tragedia). Pero Doña Rosa, aferrada a su fe, les repetiría por años: “La palabra de Dios fue lo que los salvó”.
Se supo, seis meses después, que la hermana de Federico Ariza Montás, Carmela Montás, viuda Lebrón, en realidad tenía un colmadito en San Cristóbal, frente a la fortaleza. Y le fiaba a los guardias y a sus familias.
Ahora, más de cincuenta años después, Julito, ya no es el sastre de la Alonzo de Espinosa. El que le hacía pantalones a Joseíto Mateo y a Johny Ventura y su Combo. Ahora es un experto en fraudes informáticos y presta sus servicios en el Ministerio de Hacienda. Pero a menudo recuerda aquellos hechos dramáticos, cada vez que escucha a cierto señor teorizar por la radio, y que también nosotros podemos oír pinchando este enlace:
https://www.youtube.com/watch?v=TnLWWs0pjZU
Yo estuve cuando los tiroteos del edificio Metropolitano. Me moví cuando se atacaba la fábrica de Clavos. E, incluso, estuve cerca del famoso tanque que explotaron de un bazucazo en la Américo Lugo, en la mitad de la “Operación Limpieza”. Sobre esto le daré voz el próximo sábado a Fidel de la Rosa (Black Demon), pues él fue uno de los protagonistas.
Sin embargo, de lo que pasó el 19 de mayo de 1965 nadie más fiel para contarlo que Julio Apolinar Ariza Medrano. Por una razón sencilla:
Él estaba allí