Hace ya algún tiempo escribí unas notas sobre Cayo Suetonio Tranquilo, un historiador romano que vivió entre los años 70 y 126 de nuestra era y del que muy poco en realidad se sabe. De la copiosa obra de Suetonio –decía en esas notas- sólo se han preservado completos un par de libros, entre ellos uno al que debe toda su fama, toda su mala fama: “Las vidas de los doce césares”, publicado en el año 121. Es un libro de historia, por supuesto, y también un libro de chismes, uno de los más celebrados libros de chismes de la antigüedad. Suetonio proporciona datos creíbles e increíbles (muchos seguramente inventados) sobre la biografía de los gobernantes romanos, pero más que la historia le interesa el elemento morboso, escandaloso, la anécdota urticante. Es un libro que causó conmoción en su época y conmociona en la actualidad a los lectores curiosos que saben leer entre líneas porque mucho de lo que dice Suetonio de los antiguos césares es actual, está ocurriendo o puede estar ocurriendo ahora mismo.
Basta leer, por ejemplo, lo que dice de Tito Flavio Vespasiano en el siguiente párrafo:
“Lo único que se le censura, con razón, es su avidez de dinero. No satisfecho, en efecto, con restablecer los impuestos abolidos en tiempo de Galba, de crear otros y de los más gravosos, de aumentar los tributos de las provincias y de duplicarlos algunas veces, realizó a menudo tráficos deshonrosos hasta para un particular, comprando, por ejemplo, ciertas cosas en junto, con el único objeto de venderlas más caras al menudeo. Vendía las magistraturas a los candidatos y las absoluciones a los acusados, fuesen inocentes o culpables. Se pretende, asimismo, que concedía los mejores empleos a sus agentes más rapaces, con objeto de condenarlos cuando se hubiesen enriquecido. Se decía, generalmente, que eran para él como esponjas que sabía llenar y estrujar sucesivamente. Dicen algunos que esta avaricia era ingénita en él, y se la censuró un día cierto viejo vaquero, que, no pudiendo obtener gratuitamente la libertad, después de su advenimiento al Imperio, exclamó: que el zorro podía cambiar de piel, pero no de costumbre. Opinan otros, por el contrario, que la extrema penuria del Tesoro y del Fisco hicieron para él una necesidad del pillaje y la rapiña; por este motivo había dicho al principio de su reinado, que necesitaba el Estado, para sostenerse, cuatro mil millones de sestercios. Esta opinión me parece tanto más verosímil, cuanto que empleó muy bien lo que había adquirido mal”.
Esto último, desde luego, no se aplica a ningún político de nuestra res publica y mucho menos al zar de la res publica (las palabra zar y káiser derivan de César), pero en materia de crear impuestos es innegable que Vespasiano se asemeja a nuestro Vespasiano, a todos nuestros Vespasiano(s).
Si el voraz, insaciable estado parasitario de nuestra res publica no ha creado todavía un impuesto a la orina o a la material fecal es porque nadie conoce o no recuerda el precedente que, según Suetonio, sentó el mismo Vespasiano.
El hecho es que “En la Antigua Roma, era común que la orina recogida en las letrinas públicas se aprovechase con fines industriales. La orina era muy apreciada por los curtidores de pieles, que la usaban para adobar sus cueros, así como por los lavanderos, que por su contenido en amoniaco la empleaban para limpiar y blanquear las togas de lana.
“El emperador Vespasiano (69–79 d. C.) decidió imponer una tasa a la orina que diariamente se vertía en las letrinas de Roma, y que era recogida en la Cloaca Máxima, la red pública de alcantarillado. A partir de entonces, los artesanos que la necesitaran en sus negocios debían pagar el nuevo impuesto por su uso”.
A uno de los hijos de Vespasiano, el futuro y muy breve emperador Tito, no le gustó la idea, recriminó amargamente a su padre por cobrar un impuesto tan sucio. De ahí la siguiente anécdota que recoge Suetonio en su famoso libro:
“Su hijo Tito le censuraba un día haber establecido un impuesto hasta sobre la orina; Vespasiano le presentó delante de la nariz el primer dinero cobrado por aquel
impuesto y le pregunto si olía mal. Contestole Tito que no. Sin embargo es orina, le dijo Vespasiano”.
Lo mismo refiere otro historiador romano de la época del imperio:
“Pecunia non olet, el dinero no huele, es una frase que el historiador Dion Casio atribuye al emperador Vespasiano. Cuenta Dion Casio que el emperador decidió cobrar un impuesto sobre las cloacas (particularmente la ‘Cloaca Maxima’, a la que los romanos vaciaban sus orinales) para llenar las arcas públicas y que este hecho le fue reprobado por uno de sus hijos, Tito, lo que hizo que Vespasiano acercara una moneda de oro a la nariz de Tito exclamando Non olet! (¡No huele!)”.
Aquí podría suceder que algún político del patio se invente un día un impuesto a las letrinas como artículos de lujo o se obligue a pagar a los usuarios por las veces que descargan los inodoros o por el tiempo transcurrido bajo la ducha. Pero el mejor negocio de todos sería cobrarle impuesto a los políticos. Y mejor todavía sería cobrar impuestos por el olor rancio a podrido que desprenden los políticos. Porque los políticos sí huelen y huelen mal.