Justo al amanecer del siglo XXI, la revista norteamericana Science publicaba el genoma (el esqueleto genético) de la mosca de la fruta Drosophila Melanogaster, el modelo cromosómico más cercano al de los seres humanos; este insecto posee casi la mitad de los genes presentes en nuestra especie y se requirió el esfuerzo de cuarenta biólogos en una veintena de instituciones de cinco países para lograr decodificar dicho modelo. Poco tiempo después como era de esperarse, y tras millones de dólares invertidos, los proyectos Celera Genomics y Human Genome, iniciativas privadas y gubernamentales respectivamente, anunciaron la "secuenciación" del genoma humano.

Estos logros ocurridos por primera vez en la historia de la ciencia han hecho posible una mejor comprensión del origen y constitución de nuestra especie; los millones de aminoácidos que conforman el armazón genético escondido en el ADN –ácido desoxiribonucleico– de pronto se convierten en la nueva arquitectura de la raza. Investigadores y especialistas en bioética debaten sobre el papel de la ciencia genética en nuestro existir presente y futuro, abriendo de esta forma nuevas fronteras en los análisis antropológicos, religiosos, sociales, étnicos y geográficos que intentan redefinir la especie humana.

Es sabido que la mayor parte del material genético humano proviene de ambos progenitores y se aloja en el núcleo de las células; el resto lo constituye el ADN mitocondrial, exclusivamente materno, heredado y transmitido a través de generaciones. De tal forma, conociendo su estructura podríamos retratar la huella que nos formó preservada intacta con el paso de los siglos dentro de esos pequeños organelos intracelulares llamados mitocondrias.

Varios años atrás, científicos puertoriqueños anunciaron los resultados de un estudio realizado en Aruba, Puerto Rico y República Dominicana que analizó el ADN mitocondrial proveniente de muestras de pelo de voluntarios nativos de dichos países. Se encontró que el 62% de la estructura genética del caribeño contemporáneo es indígena, el 27% africana y el 12% caucásica. Los resultados de esta investigación no revelaron ninguna correlación entre los porcentajes mencionados (lo que se conoce como el genotipo) y la apariencia física o el color de la piel (el fenotipo), así como tampoco se observó relación con el estatus social; sí se notó una distribución geográfica particular quizás ilustrativa de los patrones migratorios protagonizados por los remotos habitantes del Caribe.

Los hallazgos aquí descritos parecen demostrar la fortaleza de nuestros antepasados quienes a pesar de ser sometidos a la más devastadora colonización, preservaron su mapa celular siglos tras siglos. Durante más de 500 años los caribeños postcolombinos hemos escarbado nuestra identidad al acusarnos, identificarnos, reconocernos o creernos mulatos, indígenas, blancos, africanos, criollos, ciguapas o chupacabras. Con una identidad reinventada producto de la desaparición de los rasgos siboneyes, taínos, subtaínos o caribes, hoy persiste la preocupación por nuestros orígenes.

Quizá será la genética científica la que se encargará de una vez por todas de enterrar el racismo que aún nos corroe; yo, sin microscopios ni cariotipos, sin antropología ni biología, sin fotografiar el ADN, sé que a veces sólo bastaría pisar la tierra dominicana para encontrar ojos taínos en muchachas que portan el olor de la tierra mojada.