EL MUNDO entero observaba con el aliento contenido mientras pasaban los días. Luego, las horas, los minutos.
El mundo observó mientras el condenado, Muhammad Abu-Ali de Alquililla, esperaba su ejecución.
Abu-Ali era un terrorista convicto. Había comprado un cuchillo y matado a cuatro miembros de una familia en un cercano asentamiento judío. Actuó en solitario, en un ataque de ira, después de que su querido primo Ahmed fue baleado y asesinado por la policía fronteriza israelí durante una manifestación.
Este es un caso imaginario. Pero se parece mucho a lo que sucedería si un caso real que está ahora pendiente tomara ese camino.
NO HAY pena de muerte en Israel. Fue abolida durante los primeros años del estado, cuando la ejecución de los combatientes clandestinos judíos (llamados “terroristas” por los británicos) estaba todavía fresca en la mente de todos.
Fue una ocasión solemne y festiva. Después de la votación, en un arrebato imprevisto de emoción, el parlamento entero se levantó y se quedó en atención durante un minuto. En la Knesset, tales expresiones de emoción, como los aplausos, están prohibidas.
Ese día me sentí orgulloso de mi estado, el estado por el cual había derramado mi sangre.
ANTES DE ese día, dos personas habían sido ejecutadas en Israel.
El primero fue fusilado durante los primeros días del estado. Un ingeniero judío fue acusado de transmitir información a los británicos, quienes la pasaron a los árabes. Tres oficiales militares se constituyeron como tribunal militar y lo condenaron a muerte. Más tarde se descubrió que el hombre era inocente.
La segunda sentencia de muerte se aprobó para Adolf Eichmann, un nazi austríaco que en 1944 ordenó la deportación de judíos húngaros a los campos de la muerte. No era muy alto en la jerarquía nazi, sólo un teniente coronel (Obersturmbannführer) en las SS. Pero él fue el único oficial nazi con el cual los líderes judíos entraron en contacto directo. Para ellos era un monstruo.
Cuando fue secuestrado en Argentina y llevado a Jerusalén, parecía un empleado de banco promedio, no muy impresionante ni muy inteligente. Cuando fue condenado a muerte, escribí un artículo preguntándome si yo estaba a favor de su ejecución. Dije: “No me atrevo a decir que sí y no me atrevo a decir que no”. Eichman fue ahorcado.
UNA CONFESIÓN personal: No puedo matar ni a una cucaracha. Soy incapaz de matar una mosca. Eso no es una aversión consciente. Es algo casi físico.
Pero no siempre fue así. Cuando acababa de cumplir 15 años, me uní a una organización “terrorista”, Irgún (Organización Militar Nacional), que en ese momento mataba a muchas personas, incluidas mujeres y niños en los mercados árabes en represalia por el asesinato de judíos durante la rebelión árabe.
Yo era demasiado joven para ser utilizado en las acciones en mismas, pero mis compañeros y yo distribuíamos panfletos orgullosamente proclamando esas acciones. Así que, en realidad, fui cómplice, hasta que dejé la organización porque empecé a desaprobar el “terrorismo”.
Sin embargo, el verdadero cambio en mi carácter ocurrió después de que me hirieran en la guerra de 1948. Durante varios días y noches yacía en mi cama del hospital, incapaz de comer, beber o dormir, sólo pensando. El resultado fue mi incapacidad de quitarle la vida a cualquier ser vivo, incluyendo, por supuesto, a los humanos.
Por lo tanto, por naturaleza, soy un enemigo acérrimo de la pena de muerte. Saludé con todo mi corazón su abolición por el Knesset (antes de que me convirtiera en miembro de ese cuerpo no muy honorable).
Pero hace unos días, alguien recordó que la pena de muerte no fue realmente abolida. Un oscuro párrafo del código militar se ha mantenido vigente. Ahora hay un clamor por su aplicación.
La ocasión se debe al asesinato de tres miembros de una familia judía en un asentamiento. El asaltante árabe fue herido pero no muerto en el acto, como suele suceder.
Toda la camarilla de derecha que gobierna a Israel estalló ahora en un coro de demandas por la pena de muerte. Benjamín Netanyahu se unió al coro, al igual que la mayoría de los miembros de su gabinete.
La actitud de Netanyahu puede entenderse fácilmente: no tiene principios. Va con la mayoría de su base. En la actualidad, está profundamente involucrado en un enorme asunto de corrupción relacionado con la adquisición de submarinos construidos en Alemania. Su destino político está en equilibrio. No hay tiempo para objeciones morales.
PONIENDO A un lado, por el momento, mis discapacidades mentales personales relativas a la pena de muerte, juzgar el problema de manera racional demuestra que es un error enorme.
La ejecución de una persona que se considera un patriota por su propio pueblo despierta profunda cólera y un profundo deseo de venganza en ellos. Por cada persona que se lleve a la muerte, surgirá una docena de otros para ocupar su lugar.
Hablo por experiencia. Como ya he mencionado, me uní al Irgún cuando apenas tenía 15 años. Algunas semanas antes, los británicos habían ahorcado a un joven judío, Shlomo Ben-Yossef, que había disparado a un autobús árabe lleno de mujeres y niños, sin herir a nadie. Fue el primer judío de Palestina en ser ejecutado.
Más tarde, después de que ya yo había renunciado al “terrorismo”, todavía me sentía emocionalmente involucrado cada vez que los británicos ahorcaban a otro “terrorista” judío. (Me siento orgulloso de haber inventado la única definición científicamente sólida de “terrorismo”: “Un luchador por la libertad está de mi parte; un terrorista está del otro lado”).
OTRO ARGUMENTO contra la pena de muerte es el que describí al principio de esta pieza: el efecto dramático inherente de esta pena.
Desde el momento en que se aprueba la sentencia de muerte, todo el mundo, por no hablar de todo el país, se involucra. De Timbuktu a Tokio, de París a Pretoria, millones de personas, que no tienen interés en el conflicto israelí-palestino, se inquietan. El destino del condenado comienza a dominar sus vidas.
Las embajadas israelíes se inundarán con los mensajes de personas buenas. Las organizaciones de derechos humanos de todo el mundo se involucrarán. Las manifestaciones en la calle ocurrirán en muchas ciudades y aumentarán de semana en semana.
La ocupación israelí del pueblo palestino, hasta entonces una noticia menor en los periódicos y en las noticias de televisión, será el centro de atención. Los redactores enviarán corresponsales especiales; los expertos nos evaluarán. Algunos jefes de estado se verán tentados a acercarse al presidente de Israel y pedir clemencia.
A medida que la fecha de ejecución se acerque, la presión aumentará. En los colegios y en las iglesias, las llamadas al boicot a Israel serán más estridentes. Los diplomáticos israelíes enviarán alarmas urgentes al Ministerio de Relaciones Exteriores en Jerusalén. Las embajadas reforzarán las precauciones contra el terrorismo.
El gobierno israelí se reunirá en sesiones urgentes de emergencia. Algunos ministros aconsejarán conmutar la sentencia. Otros argumentarán que eso reflejaría debilidad y alentaría al terrorismo. Y Netanyahu, como de costumbre, será incapaz de decidir.
SÉ QUE esta línea de pensamiento puede conducir a una conclusión errónea: matar a los asaltantes árabes en el acto.
De hecho, esta es el segundo debate que desgarra a Israel en estos momentos: el caso de Elor Azaria, un soldado y médico de campaña, que disparó a corta distancia a un agresor árabe herido, tirado en el suelo y sangrando profusamente. Un tribunal militar condenó a Azaria a un año y medio en la cárcel, y la condena fue confirmada en apelación. Mucha gente lo quiere ver liberado. Otros, −de nuevo incluyendo a Netanyahu−, quieren que su sentencia sea conmutada.
Azaria y toda su familia se divierten enormemente en el centro de atención nacional. Ellos creen que hizo lo correcto, de acuerdo con una sentencia no escrita de que a ningún “terrorista” árabe se le debería mantener vivo.
De hecho, esto fue abiertamente pronunciado hace años por el primer ministro de entonces, Yitzhak Shamir (quien él mismo, como líder de la clandestinidad del Lehi, fue uno de los “terroristas”" más exitosos del siglo XX). Para eso no necesitaba ser muy inteligente.
DESDE CUALQUIER ángulo que se mire, la sentencia de muerte es una medida bárbara y estúpida. Ha sido abolida por los países civilizados, excepto en algunos estados de Estados Unidos (a los que difícilmente se les puede llamar civilizados).
Siempre que pienso en este tema, los versos líneas inmortales de Oscar Wilde en su “Ballad of Reading Gaol” (Balada de la cárcel de Reading) me vienen a la mente. Observando a un compañero prisionero, un asesino convicto, en espera de su ejecución, Wilde escribió:
I never saw a man who looked
With such a wistful eye
Upon that little tent of blue
Which prisoners call the sky…
(“Nunca vi a un hombre que mirara/ Con ojos tan anhelantes/ A la pequeña carpa azul/ Que los prisioneros llaman cielo…”)