El 2020 fue un año muy difícil para toda la humanidad. La irrupción del COVID-19, ademas de trastocar todos los planes y proyectos que teníamos, ha significado perdidas de millones de empleos, comercios quebrados, sectores económicos paralizados o en una marcha muy lenta y, lo peor de todo, cientos de miles de familias llenas de luto y dolor por la muerte de algún ser querido como consecuencia del virus.
Diecinueve millones de contagios y más de 600 mil muertes, hacen de América Latina la región del mundo más afectada por el COVID-19.
Los estragos de la pandemia en la economía son tan grandes como a nivel sanitario: Según estimaciones de la CEPAL el PIB de la región cayó un 9,1% en 2020 y se espera un retroceso de 15 años en materia de reducción de pobreza y de 30 años en cuanto a la pobreza extrema.
En la República Dominicana la situación no es diferente al resto del mundo: la cifra de afectados por el virus supera los 225mil y 2,864 fallecidos, además de una caída del PIB en al menos 7%, lo cual realmente equivale al 13% si tomamos en cuenta que nuestro crecimiento económico en 2019 fue de 6%.
Ya todos conocemos de sobra las proyecciones sobre la recuperación económica para los próximos años la cual todos coinciden en afirmar que será lenta, siempre y cuando no se presenten problemas mayores en el proceso de vacunación y se logre dar con un tratamiento efectivo dentro de los próximos 18 meses. Sin embargo, hay dos elementos que estamos perdiendo de vista.
Hasta este momento solo hemos sentido los embates de la crisis en el ámbito económico y en el sanitario pero ¿se está planteando el liderazgo global qué hacer cuando empiece a resentirse la paz social como consecuencia de la pérdida de empleos, la bancarrota de las pequeñas y medianas empresas, la suspensión de las ayudas sociales o la carestía de los alimentos por su escasez o alto costo de insumos para producirlos?
Las fuentes de recursos públicos y privados para mantener la estabilidad social en todo el mundo no son inagotables. Este 2021 tenemos el desafío de garantizarla, sobre todo si una nueva ola de contagios, un retraso en la implementación de la vacuna o, peor aun, hay algún retroceso que nos obligue nuevamente a confinarnos para evitar el colapso definitivo del sistema sanitario.
Esa perspectiva obliga al liderazgo político a ganar solvencia moral suficiente para apaciguar las aguas y altos grados de conciencia cívica para procurar la unidad de todos en torno al propósito común de que las instituciones no sucumban a raíz de la pandemia.
Aunque estamos en una isla, República Dominicana no escapa a ese desafío, uno tiene la esperanza de que el gobierno dominicano tenga la claridad de miras suficientes para ponerse por encima de las presiones internas y externas que buscan disolver la democracia dominicana amparados en un circo que a nadie conviene, pero perjudica a todos.
Ojalá.