Entre 1981 y 2014, treinta países privatizaron total o parcialmente su sistema público de pensiones obligatorias. Catorce de ellos se encontraban en América Latina (incluyendo República Dominicana), otros catorce países en Europa Oriental y la antigua Unión Soviética, y dos en África.
La mayoría de las privatizaciones fueron apoyadas por el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional (FMI), la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), USAID y los Bancos Asiático o Interamericano de Desarrollo.
Para 2018, dieciocho países habían revisado sus reformas y revirtieron, total o parcialmente, la privatización de sus pensiones. La gran mayoría de los países rechazaron la privatización a partir de la crisis financiera mundial de 2007-2008, momento en que se evidenciaron los inconvenientes del sistema privado y tuvieron que ser corregidos.
Visto que el 60% de los países que privatizaron las pensiones públicas obligatorias revirtieron dicha privatización, y teniendo en cuenta las sucesivas pruebas sobre sus repercusiones sociales y económicas negativas, se puede afirmar que el experimento de privatización de las pensiones públicas ha fracasado.
Las tasas de cobertura se estancaron o disminuyeron, las prestaciones de las pensiones se deterioraron y la desigualdad de género y de ingresos se agravó. El riesgo de las fluctuaciones en los mercados financieros se trasladó a las personas. Los costos administrativos aumentaron, reduciendo los beneficios de las pensiones. Los altos costos de la transición generaron grandes presiones fiscales. Aunque teóricamente la administración del sector privado debía mejorar la gobernanza, en la práctica la empeoró.
Se eliminó la participación de los trabajadores en la gestión. En muchos casos, las funciones de regulación y supervisión fueron asumidas por los mismos grupos económicos, lo que generó un grave conflicto de intereses. Además, el sector de los seguros privados, que en última instancia se beneficia de los ahorros de las personas, avanzó hacia la concentración. Por último, las reformas de las pensiones tuvieron efectos limitados en los mercados de capitales y en el crecimiento de los países.
Si bien la marcha atrás de la privatización de las pensiones necesita más años para madurar, ya se pueden observar mejoras claras y mensurables y efectos positivos en cuanto a la reducción de la presión fiscal y de los costos administrativos, el aumento de la cobertura y de las prestaciones de las pensiones y la reducción de las desigualdades de género y de ingresos. La privatización de las pensiones se puede revertir rápidamente.
Hasta aquí, estimado lector, todo lo que ha leído en esta columna no son palabras nuestras sino que han sido tomadas casi literalmente del último informe sobre sistemas de pensiones publicado en 2018 por la Organización Mundial del Trabajo (OIT).
Cargado de evidencias, con irrefutable seriedad intelectual y técnica, este estudio reafirma lo que muchas voces venimos diciendo hace tiempo. Lo que en el mundo fracasó, no va a funcionar en República Dominicana. Lo que nos pasa aquí no es casualidad sino producto de un modelo perverso y catastrófico.
Los sistemas de pensiones basados en AFP y capitalización individual no son buenos para la gente, sino para saquear a las mayorías, otorgar pensiones de miseria, financiar fácilmente deuda pública y engordar a los bancos. No sirven, no funcionan; son una imposición del poder foráneo y de la élite económica, y atentan contra la democracia, la soberanía, la dignidad humana, el Estado de derecho y la paz social. Tenemos que transformarlos, y la razón está de nuestro lado. Solo queda avanzar en la dirección correcta.