Crecí bajo el  amparo de una sociedad conservadora que  insistía en diferenciar  “lo bueno” de “lo malo”. Violentar el canon  en esos tiempos  suponía rechazos y castigos,  a veces  exagerados y cargados de prejuicios. No daban mucho espacio a las tonalidades grises, ni  a las negociaciones: un comportamiento era correcto o no lo era. Así de drástico y  sencillo. Sabíamos a qué atenernos.

Recuerdo a Edwin,  asistimos juntos al colegio. Su padre, Don Edmundo, era rico y gordiflón, andaba de  punta en blanco, simpático. Ni  él  ni su familia pertenecían a ningún club. No salían en los periódicos. Se ocupaba únicamente del negocio. Llamaba la atención la  marginación social de esa familia a cuenta de  las clases medias y altas de aquella comunidad pueblerina de mediados del siglo veinte.  Conocíamos el  porqué  del aislamiento, sin entenderlo. Las peleas de  gallos eran licitas y populares.

Lo que sucede, explicó la madre de un vecino,  es  que Edmundo no es trigo limpio: no solamente juega a los gallos y es dueño de la gallera, sino que también arregla apuestas, y otras cositas más…  Ese tipo de negocio, siguió diciendo la señora, trae problemas. Esos vientos del juego  crían tempestades, concluyó. 

Para esa  época había oficios y trabajos que se miraban con resquemor y de los cuales las iglesias abjuraban. No obstante, resultaba injusto el rechazo a que estaba sometido aquella gente.

La quiebra de Don Edmundo  y el destino de mi amiguito vinieron a darles la razón a aquellos  conservadores que nos criaron: la policía  cerró el coliseo  gallístico y padre e hijo cumplieron condenas por el delito de usura. A Edwin le tocaron dos años más por el contrabando de  gallos japoneses.   

Hoy, cuando el estatus y la  posición salen de las papeletas, olvidamos que hay oficios que traen tragedias, tratativas oscuras,  y quehaceres de bajo mundo; quienes administran cruzan fronteras difusas, peligrosas,  arriesgándose a  que  en cualquier momento y en cualquier lugar puedan ser víctimas de ese  mundo tenebroso   que  les ayuda a  multiplicar fortuna. Cuando llega el momento, nada  contrarresta el ataque.

La muerte de Juancito Sport,  síndico eficiente, entrañable  colega y colaborador del más alto liderazgo nacional; hombre de familia y, como se ha visto  en el mediático luto nacional ocasionado por su desdichada muerte,  héroe cívico y paradigma  peledeista, demuestra  que es imposible estar con Dios y con el Diablo: el segundo es siempre más  exigente. 

La prensa  informa que ese hombre público  manejaba un centenar de bancas de apuestas, prestaba dinero, otorgaba contrato a íntimos amigos, e implementaba  el cobro de  deudas  con bravucones. También describen los medios negocios colaterales. 

Esa multitud de actividades y de dineros atraen  muchos amigos, y otro tanto de enemigos. Pero en asuntos de millones el mejor  amigo puede tornarse en  letal enemigo, y nadie sabe a quién se atiene.

Esa dicotomía  de vida entre ser un gran edil, bondadoso y campechano, a la vez que  empresario  de apuestas y financiamientos, tarde o temprano  pasaría   factura. Y a Juancito se la pasó: lo mataron  a destiempo, en la cúspide del éxito, la fortuna, el poder -que al parecer era mucho- y de un sin par  prestigio político ratificado en  la veneración con la que fueron honrado sus restos por  nuestra clase política.