No soy político “profesional” y siempre he tenido una inclinación por las soluciones técnicas a los problemas públicos. En este sentido, he conocido la funcionalidad del sector gubernamental durante muchos años: desde cuando era menos organizado y no menos venal que ahora, hasta nuestros días, cuando parece dañado todo su sistema nervioso central.

En realidad, nuestro sector público es lo que es nuestra sociedad de esta primera mitad de siglo inconclusa. La sociedad caótica, desafiante a la autoridad y relativamente insegura en la que vivimos hoy, es también el resultado de la amoralidad, egoísmo e irresponsabilidad de los que han conducido a la nación desde 1966, año en que se inicia de manera ininterrumpida el juego democrático. Sufrimos durante doce años todas las anomalías antidemocráticas imaginables para pasar luego a las terribles decepciones de los gobiernos perredeístas, en los que hubo crímenes de Estado, robos descomunales y abiertas y muy rentables complicidades con el narcotráfico, en franco apogeo imperceptible entonces.

Luego, en 1996 creímos tener una oportunidad histórica trascendente. Era la hora de cambiar abruptamente las prácticas tutelares y clientelistas y pasar a un Estado organizado y emprendedor que motorizara cambios sustanciales, no solo de estirpe institucional o relacionados con la normatividad del Estado, sino de profundo calado moral: demostrando el cumplimiento del orden jurídico y de reglas adicionales que garantizaran la decencia, la transparencia y la moralidad en las actuaciones de los servidores públicos, en todos los niveles de la Administración.

Más que esas reglas, importaba el ejemplo, el faro, el referente conductual, el marco decoroso de la humildad, el desprendimiento, la laboriosidad e incondicionalidad, que son algunos de los atributos clave que definen la dignidad del funcionario público probo.

Fue cuando nos dimos cuenta que nos habíamos quedado solo con buenas reformas en la administración acompañadas de obras de infraestructura fundamentales. Advertimos tempranamente que la aciaga cultura clientelar y de negocios subterráneos había quedado intacta, quizás más fortalecida por la voracidad propia que caracteriza los comienzos.

Vimos cómo, al igual que sucedía en un pasado no tan remoto, nuestros amigos o conocidos, incrustados en las llamadas cúpulas partidarias, salían del muladar de los barrios a disfrutar el viento fresco del mar en suntuosas torres residenciales. Ya se nos hacía difícil establecer líneas fronterizas morales entre los “veteranos” de una administración y otra. Quedamos perplejos en el ya reducido círculo de nuestra inocente esperanza y perdimos la cuenta del número que correspondía a esta nueva decepción.

Nadie se atrevía a pedir cuentas cuando no era para nada conveniente rendirlas. No existía el valor de emplazar a los que se habían encumbrado de forma meteórica hasta alcanzar los estándares de las élites más ricas del pequeño país.

En el interregno hubo una transición que pasó inadvertida: pasamos del funcionario relativamente capaz y culto de la época de Trujillo y Balaguer, la mayoría por igual buenos bailadores del son del negocio público, a la triste y apabullante etapa de la vulgarización de la función pública (1982-1986 y 2000-2004). Tal transición traslucía el hecho de que el populismo de la peor prosapia entendía que las tareas del Estado podían ser asumidas por cualquier Juan de los Palotes, siempre que cumpliera con dos extrañas condiciones: ser devoto militante o amigo de algún alto funcionario, o simplemente tener mucho dinero que aportar a la campaña de turno, sin que nadie pidiera explicaciones documentadas sobre el abolengo de los montos.

Todo terminó fundiéndose en un verdadero cenagal de complicidades y hechos irritantes:

Cúpulas defendiendo compañeros enfangados y una buena parte de la población justificándolas.

Poder judicial timorato, en gran medida corrompido y siempre escasamente determinado.

Enjuiciamiento viciado y masivo de peones, no de patrones.

Congreso convertido en un mercado de mercaderías políticas.

Estamentos militares con visibles asentamientos criminales y delincuenciales, dedicados a los negocios y a los abusos.

Sistema de impunidad que hace recurrente la absolución de los imputados.

Silencio desconcertante de quienes pudiendo actuar de alguna manera, se mantienen impasibles pensando que gozan de garantías de salvamento estando en la proa del barco que moralmente zozobra.

Cargos públicos representados por analfabetos funcionales o muy cercanos a esa calificación, sencillamente porque no se premia el conocimiento y la honradez en la elección, sino el favor político consumado, aunque proceda de verdaderos confesos trúhanes.

Cárceles convertidas en paraísos de delincuentes que siguen gestionando sus “negocios” con la connivencia pagada de las autoridades competentes.

Sueldos con provocadores y sospechosos desniveles al nivel de dirección de las instituciones.

Ataduras escandalosas entre narcotráfico y política que mina la moral de la juventud y la conduce por los caminos del progreso repentino y resbaladizo.

Acrecentamiento subjetivo y peligroso de la percepción de impunidad y de que “aquí todo se puede”, lo cual explica que una gran parte de la población tenga la convicción de que el éxito tiene como “condición ineludible” colocarse fuera de la ley.

Finalmente, y sin pretender agotar la lista, una oligarquía nacional que ha apoyado, alimentado y financiado todos estos procesos espurios porque carece de un norte estratégico y cree que este desorden descomunal es favorable a sus designios rentistas y estáticos.  No es capaz de apostar a la movilidad emprendedora y mucho menos innovadora por sí sola, y cree que todo se puede negociar con el gobierno financiando con altos intereses la reproducción cada cuatro años de un sistema partidista a todas luces decadente, con sus fuerzas morales visiblemente agotadas o quizás ya inexistentes.

ODEBRECHT ni siquiera es la cima del iceberg de la corrupción y de las perversas confabulaciones ocultas de la corrupción que han prevalecido durante los últimos cincuenta años. No obstante, representa un punto de inflexión importante como oportunidad definitiva para encauzar el país por los senderos de la ley y el orden. Que el proceso se tome el tiempo que sea y que no se diluya entre los lamentos de los imputados, las interferencias de los poderes mediáticos y las flaquezas de la justicia.

Por sus características, este extraordinario caso representa un paso gigante, no solo contra el flagelo de la corrupción y la capacidad destructiva de la impunidad, sino también por el enorme potencial que encierra para revertir el curso peligroso y errático de la nación.