El 2 de febrero de 2010 escribí: “Inevitablemente llegará el día en que la atención internacional sobre Haití disminuirá hasta un punto en que la ayuda humanitaria descrecerá, los médicos y socorristas volverán a sus países y los haitianos tendrán que hacer frente a la tragedia en medio de la soledad que siempre sigue a los infortunios. El momento justo para el cual, los dominicanos, debemos estar preparados, porque vendría acompañado de las réplicas que aún no han sacudido el suelo nativo y que se manifestará, si llegara a ocurrir, en avalanchas masivas de huérfanos y damnificados buscando lo que ya no podrían conseguir en Haití”.
A mediados de abril de ese año se realizó en esta capital una conferencia para coordinar la ayuda que la comunidad internacional estaba dispuesta a prestar a la vecina nación en el corto, mediano y largo plazos. De esos compromisos y de la voluntad no demostrada todavía para cumplir con los objetivos de la recuperación haitiana, dependerá que el inevitable momento del olvido no termine de derrumbar las esperanzas que el sismo dejó débilmente en pie, sobre cimientos erosionados por la furia de la sacudida.
Para este país que comparte la isla y el destino con su vecino, es vital que perdure el compromiso de la comunidad internacional para garantizar a los haitianos las oportunidades futuras que la ira de la naturaleza hizo escombros. Debemos, por tanto, empeñarnos en que el sentimiento de compasión y solidaridad mundial que siguió a la catástrofe no se extinga y la llama que iluminó los rostros sin vida de los sobrevivientes continúe ardiendo. El problema haitiano no se reduce a una masiva ayuda humanitaria de alimentos y medicinas. El mundo tiene la obligación moral de ayudarle a levantarse del polvo y el desamparo, devolverle el verdor de sus campos, para que los ríos de nuevo fluyan y renazca la agricultura y con ella la esperanza.