Las palabras marcan distancias. Sobre todo los nombres. O la ausencia de ellos. Invocar a un dios o a un hombre poderoso por su nombre es un exceso de familiaridad o de confianza inadmisible, un crimen que muchos pagaron con sus vidas. Y a pesar de que en nuestros tiempos los frescos no pagan con sus vidas su necedad, esta verdad sigue siendo válida.

Cuando Moisés preguntó su nombre al dios que ardía en la zarza, este se limitó a decir: “yo soy el que soy”. Nombrar al innombrable era pecado muy principal. No en vano el segundo mandamiento reza “no tomarás el nombre de Dios en vano”. No en vano precede a otros como “no robarás”, “no matarás”, etcétera. En otras palabras, entre los pecados, nombrar a Dios era uno de los más graves. En otras culturas, se sigue respetando este precepto. Es por eso que los gringos usan eufemismos como “Oh my gosh” o “Oh my goodness” en lugar de “Oh my God”. Los franceses hacen otro tanto: en lugar de decir “mon dieu”, dicen “ventre bleu”. Dicho sea de paso, exclamar “nom de Dieu”, nombre de Dios,  es para los católicos franceses un signo de una vulgaridad inadmisible.

Los antiguos monarcas se arrogaban la condición divina. El muy cristiano rey de Francia, los reyes católicos de Castilla y Aragón, por no citar que dos ejemplos, se consideraban como representantes de Dios en la tierra, como gobernantes de derecho divino. Su nombre tampoco podía ser mencionado: “Su Alteza Real”, “Su Majestad”, “Su Excelencia”…los tratamientos utilizados en lugar de sus nombres fueron muy numerosos. Lo mismo sucede con los jerarcas de la iglesia. El papa es “Su Santidad”; los cardenales, “Su Eminencia Reverendísima”…

Las democracias sucedieron a las dictaduras, pero se siguió evitando llamar a los gobernantes por sus nombres. Al presidente, a los embajadores, entre otros, se les trata de “Su Excelencia”.

En nuestro país, hay otra forma de marcar distancias con los “grandes hombres”: o bien tratarlos por sus títulos o bien por sus apellidos. De hecho, tales costumbres se han ido perdiendo como consecuencia de la pérdida de prestigio, de respeto o de miedo que han sufrido nuestros gobernantes.

Por miedo, se prefería llamar “El Jefe” a Trujillo; por respeto, “El Profesor” a Bosch; por admiración, “El Doctor” a Balaguer. De hecho, el que se llamase a estos grandes líderes por sus apellidos (Balaguer, Bosch, Peña Gómez) en lugar de sus nombres era otra muestra de respeto.

En la actualidad, a casi todos los líderes políticos se les llama por sus nombres de pila: Luis, Danilo, Leonel, Guillermo, Hipólito…muestra de que han perdido sus aureolas, sus naturalezas divinas.

Lejos están los tiempos en los que nuestros gobernantes, al igual que el emperador de Japón (a quien el protocolo exigía que se le hablara con miedo y temblores) eran considerados como dioses.

Algo es algo.