Cualquiera llega a la triste conclusión de que, en nuestro país, las serenatas ya no figuran en el arsenal romántico de los enamorados. Atrás han quedado aquellos dulces recitales que, mientras se pulsaban las cuerdas de una guitarra, almibaraban las noches para enternecer a los pretendientes y llevarlos al nirvana de la felicidad. Porque los motivos de tal desvarío no quedan claros, ni siquiera intuitivamente, habrá que asumir que son multifactoriales. Cualquier escalpelo analítico, sin embargo, tendría que pedir prestada la linterna a Diogenes para identificar las influencias malsanas que han provocado su virtual extinción.
Según Wikipedia, la serenata es un divertimento cuyo origen se remonta a “las baladas que los enamorados cantaban frente a las ventanas de la amada al atardecer cuando algo no había salido bien en la relación”. Estas alcanzaron enorme popularidad en el siglo XVIII cuando los aristócratas las tocaban, muchas veces al aire libre, en las veladas de los jardines de los palacios. El nombre no deriva de será, una palabra que en italiano significa tarde, sino de sereno, queriendo decir calmado o reposado. Hasta “Mozart llego a componer trece serenatas para celebrar actos sociales, bodas, fiestas cortesanas, etc.” (https://es.wikipedia.org/wiki/Serenata).
Con temor de equivocarnos, se puede afirmar que en nuestro país las serenatas alcanzaron su pico de popularidad en los años cincuenta del siglo pasado, tal vez aupadas por las sucesivas ediciones de la Semana Aniversaria de La Voz Dominicana. Las más auténticas y exitosas eran aquellas que protagonizaban los bardos de la bohemia cuando buscaban ensartar el amor de una doncella. Nadie como ellos para darle musical expresión a la pasión amorosa. Pero la antorcha del éxito también se conseguía cuando un enamorado contrataba el acompañamiento musical y por sí mismo interpretaba una canción de Cupido. No obstante, esos arrojos fracasaban si la voz se tornaba estropajosa por los efectos del alcohol.
El ocaso de las serenatas, por su lado, habría que enmarcarlo en las últimas dos o tres décadas. Ya ni los viejos ni los jóvenes adolescentes piensan en ellas como la herramienta sublime para gestar febriles sueños de amor o liquidar el despecho. En estos tiempos, sin embargo, quedan remanentes comerciales que sugieren que todavía esos episodios románticos pueden materializarse. Hoy una empresa ofrece un mariachi para serenatas que cobra RD$2,495 por un paquete que incluye, además del mariachi, el sonido profesional, el ayudante del sonido, un ramo de flores y una tarjeta personalizada (https://megusta.do/deals/mariachi-mister). Otro mariachi ofrece similares servicios (http://mariachiarcoirisrd.com/).
¿Porque se han esfumado las serenatas si no ha desaparecido la pasión amorosa ni la inclinación a trocarla en una expresión musical? Con la prevalencia del consumismo materialista tienta pensar que el sentimiento romántico que es prístino y sincero no tiene espacio en esta economía de mercado. Pero no podría alegarse que lo prístino y sincero es un predio exclusivo de las elites económicas. Los mecanismos biológicos del amor son comunes a todas las capas sociales y económicas. (El alegado auge de las “chapeadoras” tampoco lo explica porque no toda mujer tiene necesidades económicas urgentes.) Por eso la respuesta única no sería el factor económico.
De igual manera habría que descartar el alegato de que las serenatas son sinónimo de una ingenuidad victoriana. Si bien la revolución sexual que han propiciado los medios de comunicación y el cine han disminuido el pudor y diseminado conductas más licenciosas, no podría alegarse que también se ha destruido la sublimación de los deseos amorosos y la inclinación a la intimidad. Los enamoramientos puros continúan existiendo y la gente puede bien distinguir entre las urgencias de la lujuria y el morbo y las bellas palpitaciones del amor espontaneo, sin condicionamientos ni cortapisas.
¿Qué papel juegan los moteles en la desaparición de las serenatas? La pregunta parecería traída por los moños y suena hasta discordante. Pero el anonimato que proveen estos establecimientos, junto a los mas profundos placeres del encuentro, podrían considerarse un disuasivo para abandonar las serenatas como alternativa. Sin embargo, se supone que al motel se acude cuando ya hay un permiso consensual para conjugar las cuitas amorosas y que la relación, aunque podría ser clandestina, no implica el ensueño y las aspiraciones angelicales de los enamorados.
La nueva preferencia de la juventud por la música más estridente, en cambio, podría postularse como la némesis de las serenatas. A nadie se le ocurriría dar una serenata con música urbana (reggaetón, dembow, rap, hip-hop). Si solo por el ruido y la gestualidad que comportan estos nuevos ritmos citadinos se puede suponer que quien sea el objeto de la serenata reprobaría su uso por temor a molestar a los vecinos. Además, la esencia primigenia de la serenata requiere que la música a tocar sea la balada popular de lirica suave. Y ni siquiera a los más finos bípedos implumes se le ocurrió nunca dar una serenata con música clásica.
Una explicación mas plausible para descifrar la declinación de las serenatas podría encontrarse en la inseguridad ciudadana en altas horas de la noche. Los atracos nocturnos proliferan en nuestros centros urbanos y no porque los músicos y cantantes entonen villancicos o baladas podría disuadirse al potencial ladrón. Pero este argumento se cae cuando se toma en cuenta que una serenata casi siempre involucra a un grupo de personas y el atraco tendría que ser orquestado por mas de un delincuente para evitar una represalia feroz. Solo si la serenata es un solo de algún meloso guitarrista podría suponerse un peligro a su seguridad.
Otra hipótesis mas socorrida se refiere a que los edificios de apartamentos que prevalen ahora en las ciudades no son habilitantes por su altura. Si la doncella a impresionar vive en un quinto piso, la serenata no podría ser efectiva porque la música se disipa y la vista no centellea con igual vibración romántica. Habría entonces que averiguar si las serenatas sobreviven en los ambientes rurales donde las viviendas son de no más de dos pisos. Pero a pesar del “Amor de Conuco” de Juan Luis Guerra, en el imaginario popular los ambientes rurales se asocian con grupos musicales que tocan en fiestas y no con serenatas para enamorados. El amor en los ambientes rurales no siempre requiere de artificios musicales para expresarse.
Una última hipótesis sobre la declinación de las serenatas podría encontrarse en las manifestaciones de los géneros. La serenata siempre se asocia con la imagen del varón que corteja a la doncella y no viceversa. Es impensable que una mujer le lleve una serenata a un galán. Y hasta ahora no se conoce una tradición de serenatas entre parejas del mismo sexo. En tal sentido, podría argumentarse que el episodio es enteramente machista porque en la idealización de la mujer se expresa una superioridad social y económica del hombre. Como ya en nuestro país más de un 40% de la fuerza laboral es femenina, la prevalencia del hombre ha decaído y eso ha determinado el declive de las serenatas. Pero tal argumento es demasiado débil porque la igualdad de género nunca podrá desaparecer al amor.
Deberá admitirse, finalmente, que esta disquisición podría estar algo despistada. Los diversos factores que influyen en el ocaso de las serenatas podrían no ser los repasados aquí. No es necesariamente lo económico, la moral victoriana, los moteles, el tipo de música, la inseguridad, el tipo de vivienda o las diferencias entre los géneros. Podría ser el cambio climático, el matrimonio igualitario, el envío de canciones de YouTube por Whatsapp, la contaminación o las fragancias que se usan hoy día. Lo cierto es que estamos retados a precisar las causas para así buscar nuevas inspiraciones que mantengan viva la llama del amor entre parejas.